Los fariseos eran una importante comunidad judía en el tiempo terrenal de Jesucristo. A diferencia de los saduceos –ricos, distantes de su pueblo y metidos en política con la bendición de la invasora Roma-, los fariseos eran de clase media, religiosa y más cercana a la gente común. Paradójicamente, su religiosidad llevada al extremismo de la literalidad a raja tabla hizo que se olvidaran de Dios; y, tal vez, sin darse cuenta, reemplazaron la tan sermoneada y ansiada limpieza del alma con la externalidad y el maquillaje de sus actos humanos.

De allí que en la conocida parábola del fariseo y el publicano, el primero sea representado como un hombre que dice que no es como los otros hombres, que acusa a otros de ladrones, de injustos, de adúlteros, de mujeriegos; que pide a la gente que se fije en como ayuna, que sepa cuánto de diezmo da, que regala a los pobres aquello que le sobra o, peor aún, aquello que no le cuesta. El fariseo es el hombre que se enaltece a sí mismo. Contrariamente, el publicano es aquel que asume así mismo que es un hombre con defectos y pecados, pero que hace de su contrición un acto sincero ante la Excelsitud de su Creador y una promesa de mejora en el camino de su vida.

Extrañamente, o quizás bienaventuradamente, en nuestro tiempo, el caso Lava Jato, aun siendo una tragedia para el pueblo peruano, tiene la inaudita virtud de poner al descubierto a una recua de modernos fariseos. En los noventa, Fujimori y Vargas Llosa decían luchar contra la corrupción. Recuerdo al chino predicando honestidad con las manos en el timón  de un tractor agrícola, y al laureado escritor anunciando un cleaning en la administración pública, según el -fuente y origen – de los males del Perú. Años después, al primero le tenemos tras las rejas, y al segundo debe arderle día y noche la vergüenza de haberle vendido al pueblo peruano las candidaturas de Toledo y Humala.

Y como olvidar a Toledo, en la campaña electoral del 2001, apuntando a Alan de ladrón y cuanto sinónimo de ladrón encontraba en todos los idiomas; o, fiel seguidor de la guía de Popy, repitiendo en un debate de televisión que su contendor tenía cuentas secretas en París; o más recientemente, en 2015, gritándole a un grupo de periodistas que le entrevistaban que no le metan en el mismo saco con el corrupto Alan García. Hoy vemos, desde el drama peruano, que el “sano y sagrado” se hunde en la miasma de la corrupción que él endilgaba a Alan. Y Popy, el guía espiritual de los odiadores de Alan, el taimado beatón de la anticorrupción está enfangado hasta sus tripas en el hedor de Odebrecht.

Y cómo no recordar esa frase de Humala de la campaña electoral de 2006: La honestidad hace la diferencia; su discurso carcelario y atiborrado de palabras ofensivas contra Alan, al que se sumó hasta Hugo Chávez, el gorila dictador y archicorrupto que dijo que Alan era un ladrón de cinco esquinas; o esa frase humalista del Estado panzón que devenía en paquidérmico por la carga de la corrupción,  insulto alusivo que los enemigos de Alan celebraron con whisky etiqueta azul y compras en París. Ni qué decir de la torva maniobra parlamentaria dirigida por su esposa Nadine para acusar a su archienemigo de lo que la pareja presidencial hizo –con el beneplácito y aplauso de no pocos- en sus cinco años: corrupción y más corrupción.

Pues, allí los tienen. Fingidores de una moral que jamás practicaron, redactores de códigos de ética que era válido para todos, pero no para ellos; hipócritas desvanecidos en su efluvio pestífero que ni el mejor de los perfumes mediáticos podrá ocultar nunca; tramoyistas de la lucha contra la corrupción que exigían la coima sin ruborizarse; enaltecedores de sí mismos bañados en su propia perfidia; farsantes de doble rasero que intentaron tapujar su endeblez espiritual con titulares de prensa o con insultos e imputaciones que en ningún tiempo pudieron probar contra quien no está en la misma lista negra que ellos.

Recuerden como termina la parábola del fariseo y del publicano. “Cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.