Habré sido uno de los tantos iquiteños que tuvo su cuenta en Facebook solo por monería y para seguir la corriente. Invitaciones y aceptaciones por doquier. Bajo el gustito de publicar situaciones que, a veces, es mejor que se mantengan secretas. En menos de 13 años esta creación de Mark Zuckerberg se expandió de tal forma que es imposible –con excepciones ilustres, sin embargo- mantenerse al margen de esta red social. Y, como todo invento, es usado para lo bueno y lo malo. Pero es de gran utilidad para ambas cosas.

Por ejemplo, aquel octubre del 2014 llegué a Manaus para exponer las fotografías de la época del caucho y Percy Vílchez –acompañante habitual para este tipo de actividades- estaba ensimismado en sus propios quehaceres y se mostraba más indiferente que de costumbre a la vida diaria. En otro país, con idioma distinto y un barrio que no merecía ninguna confianza, se me ocurrió lanzar un SOS virtual solicitando a algún loretano de buen corazón que me auxiliara para no caer en la desesperación. Quien diría que a los pocos minutos Jorge Gallardo Ordinola se comunicó por el Facebook y a las pocas horas apareció en nuestro auxilio. Y ahí cambió todo. El caos dio paso a la calma. La desorientación cedió paso a la planificación. Antes no podíamos comprar ni agua y gracias a Gallardo ya estábamos sentados esperando la gamitana ahumada en un restaurante porteño. Todo por la hospitalidad de Jorge. Pero, vamos, sin Facebook no hubiera sucedido tal cosa. Así que la utilidad de la creación revolucionaria de Zuckerberg estaba comprobada.

Pero no todo funciona así. En los primeros meses del 2015, ya más diestros en el manejo de redes, nos sorprendimos cuando en una nota de este diario apareció un comentario difamatorio. Seguimos la pista y el autor de esas expresiones había creado una cuenta –conocida como troll- desde la oficina que ocupaba en la sede regional ubicada en la Avenida Quiñones. Antes había laborado en el Municipio de San Juan, bajo el manto protector del líder de una agrupación que no merece ni siquiera mencionarlo. Descubierto el sujeto procedió a eliminar la cuenta y, estoy, seguro que ha seguido con lo mismo.

Inexperto en la nueva creación pensaba que inscribir cuentas en el Facebook te habría más las posibilidades de comunicación. Así, cuando iba por la tercera cuenta me convencieron que eso era inconveniente y que no se puede enviar invitaciones por doquier y aceptar las amistades de quien las solicitaba. Había que seleccionar y poner un mínimo de filtro. Y, aunque no se puede evitar “las etiquetadas”, sí se puede ser selectivo al momento de dar y recibir. Me han etiquetado miles de veces, la mayoría no las he contestado porque no las leía. Y las que podía leerlas no merecían demasiada atención.

Las redes sociales están aquí. Para lo bueno y lo malo. Para las necedades y maldades. Ya depende de cada uno el uso que lo da. Al ver la foto –publicada en este artículo- tomada en la sede principal de Facebook en San Francisco, Estados Unidos en abril de este 2017, me remontó al 2004 cuando Zuckerberg ideó todo para mejorar la comunicación de los universitarios de Harvard y a los pocos meses ya tenía más de 11 millones de usuarios y conseguía el financiamiento de cerca de 12 millones de dólares para expandir desde Palo Alto toda esta red que, enhorabuena, puede salvarte del caos brasileño o sumergirte en las bajezas más despreciables, tal como aquí se ha narrado.