Desde ese julio del 2013 nada será igual. Ya había regresado por lo menos tres veces antes a ese pueblo. Casi siempre por trabajo. Pero ese año fue no solo una coincidencia fenomenal sino revitalizante y engrandecedora. Miles de imágenes, millones de rostros, decenas de personajes, centenares de visiones. Casi una experiencia paranormal. Por lo inexplicable, sobretodo en alguien que si se precia de haber recibido alguna formación –y por vocación- tiene el vicio de explicar las situaciones. Pero, claro, cuando se mezcla la niñez con la adultez y en medio de ella la vida al lado de los seres queridos y los inseparables que la genética nos ha enviado, ya es otra cosa.

Fundo Estrella, es su nombre. En las orillas del río Marañón. Ahí pasé mi primera infancia. Los primeros doce meses de los 593 que ya llevo en este mundo. Y a pesar que no representa ni siquiera un porcentaje mayoritario de mi existencia esos días son imborrables y, por ende, inolvidables. Cada cierto tiempo acudo a esa vida. A ese aroma del masato recién masticado. A ese olor a la leche fresca como la mañana en que se ordeñaba a las vacas de la familia. A esa brisa matinal con que mis padres surcaban de orilla a orilla con por lo menos dos de sus siete hijos en la canoa. A ese cielo celeste donde las nubes blancas sólo eran el presagio de una lluvia que abonaba la siembra de la estirpe.

A ese mundo infantil acudo o regreso cuando las almas malas quieren perturbar mi existencia. A ese cielo de presagio vuelvo cuando veo a mi hijo en el trabajo infantil que los padres debemos propiciar y que la OIT siempre ve con malos ojos. A ese olor masatero retrocedo cuando recorro el mercado Modelo y se me hace inevitable saborear ese refresco tan antihigiénico como reconfortante.

Es verdad que un domingo de setiembre de 1966 una señora llamada Julia dio a luz al último de sus hijos con la ayuda de la matrona del pueblo y quizás la mirada sorprendida de su esposo Carlos y los ojos más sorprendidos aún de los seis hermanos que me antecedieron en el alumbramiento. Como es verdad que hasta que las fuerzas puedan permitirlo osaré regresar a ese pueblito llamado “Estrella” y en el que aún puedo degustar de lo suris más sabrosos y prematuros acompañados de pedazos de chonta. Volveré a esa semilla y me sentirá más Gabo que nunca, más Marito que nunca, más libre que nunca. No por lo que escriben o por las locuras seniles que ellos representan sino porque la infancia es una de las mejores etapas de la vida y cada vez que uno pueda se tiene que regresar a ella.

LLAMADA A ese mundo infantil acudo o regreso cuando las almas malas quieren perturbar mi existencia. A ese cielo de presagio vuelvo cuando veo a mi hijo en el trabajo infantil que los padres debemos propiciar y que la OIT siempre ve con malos ojos. A ese olor masatero retrocedo cuando recorro el mercado Modelo y se me hace inevitable saborear ese refresco tan antihigiénico como reconfortante.