[La Gran Manzana Cultural]:

Escribe: Percy Vílchez Vela

El alucinado e invencionista Pedro Bohórquez Girón tenía la cabeza fuera de su eje y de su lugar y estaba poblado de ventarrones o malos aires. Por eso es que describió, con lujo de detalles, una inexistente ciudad mítica poblada de vetas y fortunas, donde el oro abundada a raudales. Nada era verdad en ese retrato que fue más bien una distracción para los constructores de ciudades de entonces que repetían el diseño donde predominaba el cuadrilátero con su plaza de Armas, su casa para el cabildo y las moradas de los personajes principales. Ese modelo se ha repetido hasta la saciedad y todavía se repite hoy en día. Pero es un diseño obsoleto, porque es insuficiente. En estos tiempos las mejores urbes agregan un espacio invalorable, un ámbito superior: el sitio cultural, tal y como sucede en la actual ciudad de Bogotá.

Las habituales horas del día y de la noche serían escasos, cortos e insuficientes, para que cualquier ciudadano de alguna parte, recorra de un extremo a otro, de orilla a perilla, el innovador ámbito urbano conocido como la Gran Manzana Cultural de Bogotá. En su curioso y encandilado andar, en su peregrinaje de asombro, tendría que consumir o despachar unos 15 mil metros cuadrados dedicadas, en cada centímetro de terreno, en cada segundo de tiempo, a los bienes espirituales, a las manifestaciones culturales del país y del extranjero. No sabemos cuánto tiempo de sus cortos días sobre la tierra le demoraría conocer siquiera la cuarta parte de la impresionante Biblioteca Luis Arango que ocupa 2 cuadras y que cuenta con algo así como 2 millones de ejemplares. Es posible que entre tantos ejemplares se quedaría tan sorprendido ante la noticia de que en el año del 2004 cinco millones de personas visitaron ese lugar.

No sabemos cuántas horas, o días o semanas, ese ciudadano tendría a su disposición para visitar la Casa de la Moneda donde no solo están las riquezas numismáticas, las monedas, los billetes de antes, sino también figuran noticias o referencias a los primeros pobladores de Bogotá, a esos oriundos que a menudo son dejados de lado en nombre de los aportes y las hazañas de los que arribaron después. El ciudadano podría elegir otro momento, otro día, para recorrer con paciencia y deleite el famoso Museo Botero, donde está una buena cantidad de obras, pinturas y esculturas, del maestro colombiano. Además, debería agregar más días a su agenda para conocer el Museo de Arte donde están cuadros de excelentes pintores de varios países. Después, como quien descansa, tendría que visitar las librerías, el Centro Cultural Gabriel García Márquez, los auditorios, las salas de los niños, los restaurantes, el café Juan Valdez. Y, todavía, tendría que invertir algunas horas más para conocer los 3 pisos subterráneos donde se conservan, y hasta se restauran, las obras de arte.

Hemos recorrido algo de ese complejo cultural, ubicado en el centro mismo de la sombría y bastante lluviosa Bogotá, en un lugar conocido como La Candelaria. Y el asombro fue lo mejor que sentimos ante un espectáculo no habitual entre las urbes de nuestra patria grande e inmensa, la América de siempre. Y conocimos que ese portento no surgió después de hacer trizas, de demoler, de destruir la arquitectura existente, ese aporte colonial y republicano que todavía se puede observar en algunas calles de la capital de Colombia. Lo que sucedió es que, con imaginación, con talento, con creatividad, se ejecutaron arreglos, enlaces, conexiones para levantar el plano distinto de una urbe de nuestro continente. Entonces, lo que existía fue aprovechado y acondicionado para dar a esa ciudad un nuevo rostro. En síntesis exagerada, todo fue como acomodar la urbe fundada castellanamente por Gonzalo Jiménez de Quesada. La labor modernizante acabó por concederle a esa metrópoli eso que se llama valor agregado que, en el fondo, es la presencia abrumadora de lo poético, cuyo verdadero valor no se puede medir con ningún signo monetario ni con ninguna cifra.

La historia reciente de ese lugar del primer mundo ocurrió cuando el pintor Fernando Botero donó una colección de sus obras al museo de antes. El ámbito habitual como que no era suficiente para albergar la generosidad del extraordinario pintor. En vez de decir que no había nada que hacer, que no existía dinero suficiente y otras tantas manifestaciones de la habitual impotencia o de la pereza de siempre, se decidió ampliar el espacio cultural. La decisión fue acertada para siempre jamás y no se detuvo en gastos para conseguir lo mejor para la construcción de los ambientes y para la muestra de las obras de arte. Hoy por hoy La Gran Manzana Cultural solo puede compararse al Gran Centro Pompidou de Francia y a La Recoleta de la Argentina,   con sus lógicas diferencias y sus características propias y peculiares. La ciudad de Bogotá no es la misma después de la construcción de ese complejo cultural. Es otra cosa. Es la Atenas que alguna vez soñó ser.

Es toda una sorpresa descubrir que no fue ningún gobierno provisional o providencial el que comandó la construcción de esa rotunda joya urbana. Tampoco apareció por allí un mecenas cargado de billetes a granel y de donaciones a manos llenas. La institución madre de ese rotundo progreso metropolitano fue un banco. Fue el Banco de la Republica. Es decir, la prodigiosa iniciativa cultural surgió de un sector del empresariado que no se sentó o a esperar que las cosas vinieran envueltos en papel de regalo o cayeran en picada desde el cielo. Ello es novedoso en un continente de permanentes retrocesos, enviciado históricamente en el caudillismo, el papismo, el hijismo. Lo más interesante del asunto es que La Gran Manzana Cultural no es un sueño concluido, ni un caso cerrado. Es todavía un lugar para nuevas propuestas, para otros aportes, para el desborde de sueños.