No vamos a entrar a la zombie discusión de que existen maestros buenos y malos. Porque esa es una frontera en la que siempre el poder nos quiere trasladar. Tampoco en ensalzar o menospreciar el trabajo docente tildándolo en unos casos de gran apostolado y en otros de despreciable. Porque eso ni siquiera contribuye a mejorar el trato del gobierno y la capacidad de negociación de quienes conducen la lucha. Vamos años atrás. Los últimos de la década del 70 cuando el gobierno militar se iba y los primeros de la década del 80 cuando el segundo belaundismo reingresaba en tono tan apoteósico como vicioso.

Las calles pavimentadas de Iquitos no eran tantas ni tan malas como ahora. Los programas radiales no eran tantos ni tan malos como ahora. Los dirigentes no eran tantos ni tan malos como ahora. Las autoridades no eran tantas ni tan malas como ahora. Y la huelga magisterial llevaba varios meses. Maestros iban a prisión por la represión militar y los que quedaban en libertad se fajaban contra las botas y los tanques. Aún permanecen –y creo que nunca se irán- en mi memoria nombres memorables que estaban en la vanguardia de la lucha. Se los podría considerar equivocados pero nunca vendidos. Violentos pero nunca terroristas. Había, seguramente, camuflados pero no lideraban las movilizaciones. Dirigentes, maestros y autoridades eran diferentes. Sí.

¿Eran diferentes? Sí que lo eran. A esos maestros igual los insultaban en los programas radiales, controlados en su mayoría por la dictadura. Digamos que el miedo mezclado con otras cosas hacía que reciban adjetivos que siendo difamatorios se explicaban mejor por el temor. Esos maestros que mi niñez conoció luchaban por los ideales de justicia y equidad y recibían diatribas porque salían a las calles y hablaban de revolución y pretendían crear las condiciones de una mejor educación porque el modelo ya había fracasado. Esos maestros ingresaban a hablar con las autoridades de turno con la mirada atenta de los demás. Y no era frecuente hablar siquiera de la posibilidad de “venderse” y las autoridades no se atrevían a quebrar la lucha monetariamente. Tenían barba pero no eran unos bárbaros. A pesar que se los mostraba como tales.

Hoy, en algunos casos con los mismos personajes de esos años maravillosos, ese ambiente es diferente. Tenemos autoridades que en ese inconfundible error de formación creen –y la mayoría de veces lo logran, lamentablemente- que sobornando a los dirigentes aseguran tranquilidad en las calles. Cuando –se ha demostrado esta semana- es todo lo contrario. Arreglar con los dirigentes –viajecitos por aquí, viajecitos por allá- asegura una paz social tan efímera como etérea. Desde el gobierno nacional y regional se ha pretendido combatir policialmente una lucha que debió mantenerse en la docencia y decencia. Desde el domingo a la fecha, como en los años del gobierno militar, la lucha magisterial ha puesto en vilo al país. No es una exageración.

Después de cuatro décadas veo que las calles están movidas, nuevamente.