En confuso montón ajustado, en alud compacto e incierto,  estorbándose los unos a los otros,  los candidatos y candidatas  han acabado ya de tratar de vender su pan, de intentar colocar en el mercado su pócima de culebra.  La feria ruidosa, alucinante y hasta risible de la campaña electoral,  se acabó. Se acabaron las promesas como en una cachinería de ofertas al por mayor, una calle Azángaro donde todo puede ser falso o una rifa masiva donde solo ganan unos cuantos. De aquí al domingo no falta nada. Unas horas nada más en que muchos sentirán alivio de no encontrarse con los aspirantes al poder hasta en la sopa, el almuerzo y la merienda.

En las horas que faltan para el día elegido para votar y no pagar ninguna multa, el gallardo elector peruano, el votante incaico,  no podrá acudir a los bares  a despachar licores, a empinar el codo, a llorar sus desgracias. El ejercicio de la odiada ley seca le permitirá,  obligadamente,  meditar en el sentido final, en la verdad profunda,  de las candidaturas, las ánforas, los votos, la boca de urna. En todo ese aparato que tiene que ver con las nunca bien ponderadas elecciones.  Tanta meditación, tanto pensar, le pueden quemar la cabeza. Para evitar semejante daño, nosotros le ayudamos a entender las elecciones en el altivo y siempre invencible Perú. Una frase inventada por un desconocido poeta colonial, don Joaquín Larriva, nos puede ayudar.

Desde el primer votante que hubo en este país hasta el último elector, han ocurrido muchas cosas, tantas cosas, pero en el fondo esas cosas se han debatido en un incesante, reiterado y circular   cambio de mocos por babas. Babas por mocos, van y vienen a lo largo y ancho de tantos procesos electorales. Para que esos fluidos personales no sigan jorobando a este país, no le sigan hundiendo en las bonitas cifras de la macro-economía, de un crecimiento que pocos sienten en los bolsillos, de un modelo que en el país de PPK –EEUU-  ha producido 40 millones de pobres, el elector debe elegir a la mejor opción en esta coyuntura.