En el nombre del padre, del hijo y del espíritu no tan santo

ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Gino Ceccarelli, Percy Vílchez, Orlando López y Paco Bardales, en una reunión hace algunos años.

Maurilio, el sacerdote agustino cuyo espíritu siempre creo encontrar en los pasillos de mi vida, me ha enseñado a dudar de todo, hasta de Dios. José María Arroyo, el sacerdote agustino más ilustrado que ha pasado hasta el momento por estas tierras, me ha enseñado a que nada mejor que la palabra bien escrita, aunque suene reiterativa pero tiene que estar en el lugar adecuado en el momento preciso. Carlos Toribio, ese cerrajero, primero rural y luego más urbano que el semáforo, que sudaba la gota gruesa para llevar un bocado a sus siete hijos, me enseñó que eso de ganar el pan con el sudor de la frente no sólo es de panificadores. Mis abuelos, los maternos, me han enseñado que las frases que uno pronuncia no necesariamente tiene que practicarlas y que la lectura diaria es imprescindible para conversar, inclusive para lo que mundialmente se conoce como chisme. A todos ellos –y algunos más- siempre les tengo presente. Me han dado enseñanzas grandes y pequeñas y cada vez me convenzo más que soy el resultado de todo eso y de los libros que he leído, claro.

Aún no recuerdo la edad, pero debe haber sido en los tiempos que el fulbito acaparaba toda mi atención. Aún no había iniciado la Secundaria y quedé deslumbrado, con la boca abierta si quieren, con los vericuetos literarios de “La serpiente de oro” y casi por inercia terminé devorando “Los perros hambrientos” del mismo autor. Y creo que desde ahí le agarré cariño a las letras, a lo que ha sido el motor y motivo de las décadas que llevo en este mundo ancho y ajeno. Luego vendría “La ciudad y los perros” condimentada con “La vida exagerada de Martín Romaña” en medio de “Un mundo para Julius” que dio paso, muchos años después, a “El príncipe de los caimanes” o “País de Jauja”. Y paro de enumerar porque de todas maneras seré injusto con mis autores favoritos, entre los que están los editados por Tierra Nueva, por supuesto. No he leído muchos clásicos, será por aquello del espacio-tiempo que no me atraen como los contemporáneos. Pero sí, de todas maneras, creo que la literatura cambia a las personas, para entender mejor el mundo y para comprobar que uno crea su propio universo.

Los hijos cambian a las personas. Uno vive para ellos y trata de protegerlos de los que mal pagan. Por eso me emociono hasta las lágrimas cuando escucho a una madre o a un padre sentirse orgulloso de lo que ayudaron a traer al mundo. Pocos, pocas es mejor decir, saben cómo se me escarapela el cuerpo cuando de los hijos se trata y veo en ellos no solo la continuación de la estirpe sino la vía inevitable de lo familiarmente correcto. Al final, uno vive para ellos aunque ellos necesiten vivir para entender lo que uno ya ha transitado. Como dice una de las canciones de Raúl Vásquez uno a veces pide con cierta dosis de egoísmo que los hijos se queden siempre infantes. Pero, vaya vaya, tienen que andar con su tiempo y sus espacios. Esa mezcla genética que hemos posibilitado con Mónica es más que un vínculo sanguíneo: es todo. ¿Entienden?

Percy Vilchez conversa con Miguel Donayre en Aranjuez, España.

Diecinueve años atrás jamás hubiera imaginado encontrarme en esta situación. En este recuento -con omisiones- de lo que hice en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Porque este diario que está próximo a cumplir sus dos décadas lo hemos hecho a punto de papel y lápiz y poniéndonos a escribir lo que sentimos, lo que vivimos. Con nuestros errores de fondo y, también, de forma. Quien no se ha equivocado alguna vez que tire la primera piedra, quien esté libre de pecado que busque el Paraíso. Acá hemos hecho de todo, pero ese todo libre de toda mala leche. Lo hemos hecho con pasión, con cariño, con cierto tufillo artístico, si quieren, como creo que se hacen (deben) hacer los hijos. Porque si alguna paternidad profesional reclamaré será la de este diario. A quien he visto nacer, crecer y llegar a lo que es desde hoy: un tabloide que nunca pierde su esencia, que no es otra que la diversidad en medio de esta inmensidad.

Padre Maurilio con el director de este diario

 

José María Arroyo, uno de los sacerdotes más ilustrados que pasó por tierras iquiteñas

Diecinueve años después aún me brillan los ojos al recordar la edición donde Juan Checkley –ese acciopopulista beligerante, dueño de sus palabras y dirigente de un gran partido- se refería no de muy buena forma a su correligionario Joaquín Abensur Araujo. Y recuerdo con una claridad inobjetable por lo menos a un par de personajes que se entusiasmaron igual por la aparición de lo que después de varios años Guillermo Flores Arrué bautizó como “bitinto”. Y es que siempre innovamos. Hacíamos malabares para imprimir en un formato que ninguna máquina podía hacerlo. Nos ingeniábamos para que todos los miércoles llegara a sus manos el semanario. Le colocamos el color verde, después nos achicamos, luego iniciamos la zaga de las carátulas a color y nos metimos en una vorágine de sensacionalismo descarrilante que hasta hoy no saben cómo me duele. Pero en el interín nos metimos al ciberespacio y fuimos pioneros en ese como en otros rubros. Y llegamos, sin querer queriendo, a los 19 junios.

Desde el primer número se estrenó la polémica, la opinión diferente

 

Guillermo Flores Arrué, uno de los primeros columnistas que marcó época en el diario. Lamentablemente fallecido

Y siempre estaremos agradecidos a los lectores. De todas partes del mundo. Porque desde 1997 –ahí están los documentos, por si alguien duda- ya nos habíamos colocado en el ciberespacio y años después teníamos nuestro propio dominio, esa triple w que todo medio de comunicación importante no debe desdeñar. Así como los promotores del consumo de cerveza afirman que sus productos tienen cuerpo, de la misma manera aquí reafirmamos que le agregamos alma a nuestras andanzas. Este es un diario con alma porque cada vez que puedo –y debo- me encomiendo a los espíritus del más allá. Creo en ellos con las dubitaciones de mi infancia y adolescencia. Llámenlo como quieran pero cotidianamente converso con ellos sin necesidad de ouijas, quizás rememorando esas sesiones familiares donde los tíos pedían que algún espíritu futbolero les adelantara el triunfo o derrota de CNI para calmar las ansias. Y quizás esta característica sea la que explique muchas cosas. Nuestra permanencia en el medio, en medio de tanta mediocridad contagiante, de tanto esperpento que no le pone pasión ni mística a lo que hace, en medio de tanto improvisado que no planifica nada. No solo hay que vivir para subsistir sino sentirse vivo para emprender proyectos trascendentes. Sin los lectores no somos nada. Pero no por ello tenemos que seguir la corriente. En periodismo a veces es bueno nadar contra la corriente, ir en sentido contrario a ella no es que nos haga libres de por sí sino que nos fortalece para saber que somos seres vivientes y pensantes.

Padre Maurilio Bernardo Paniagua, de alguna forma gestor de estas páginas

Y llena de gente pensante está la relación de colaboradores que han llenado las páginas. Aquí haré uso, una vez más, de mi libertad para pensar, libertad para sentir. Y les ofrezco disculpas por las omisiones. Aquí escribió Maurilio Bernardo Paniagua un texto de agradecimiento hacia quienes habían escogido su nombre para la promoción del colegio que tanto amó y en ese escrito está la clave de la sucesión, del saber dar un paso al costado que nos evidencia cuán mortales somos. Ese texto es un cántico a la vida y a los bien nacidos que, como señala San Agustín, que siempre son bien agradecidos. Guillermo Flores Arrué paseó sus frivolidades bien escritas y mejor pensadas desde el inicio y sus entregas solo se interrumpieron con su muerte. Pero él es inmortal en todo lo que haga y deje de hacer este diario. Orlando López Videira, Lando para todo el mundo, pergeñaba la actualidad con sus caricaturas y hasta provocó que una autoridad me llamara cordialmente a su despacho y se carcajeará irresistiblemente con las ocurrencias. Pero dejemos en paz a los muertos que con los vivos también hay que ser agradecidos. Miguel Donayre Pinedo, amigo a pesar de los charcos que tenemos que cruzar para disfrutar de esa amistad. Recorrer las calles ibéricas o charapas con Miguel es lo más parecido a la gloria eterna, es hablar de lo que hicimos y pretendemos hacer y saber que nos faltará la vida para poner en marcha nuestros ideales. Y si a Miguel le juntamos ese panguanino valiente llamado Percy Vílchez Vela, entenderán que la mesa está servida y la tertulia plena. Alguna vez emprendimos la aventura llamada “Varadero” bajo la dirección de Ana Varela, urcututu ella, que se fue en busca de nuevos y mejores lares y vaya que sí lo consiguió con ese exilio tremendo que hasta los que huían de las temeridades del caucho lo habrán experimentado. Paco Bardales, escritor desde las aulas agustinianas, nos sorprende cada semana con su puntualidad y agudeza para entender a la estampa y aunque me jode que diversifique sus quehaceres que le llevan a una enajenación dañina para su creatividad, mantengo la esperanza que no muy tarde decida dedicarse a tiempo completo a escribir algo que él mismo espera y que a todo el mundo desespera. Paco no puede ser la continuación de esos seres talentosos que ha parido la Amazonía y que, ya pasados de años, se dedican a destacar lo que pudieron ser y no lo son. Quizás con la misma disciplina está en nuestra lista un aprista  llamado Moisés Panduro Coral, diametralmente opuesto en muchas cosas a este diario pero a quien nos preciamos de tenerlo como colaborador para decir lo que quiera y como quiera. El cachorro hace mal en empeñarse en aventuras electorales, él no sirve para eso, lo suyo es el análisis y la propuesta para que otros la tomen en cuenta. Es quizás con el que más discrepamos pero nos dolería no encontrar sus colaboraciones porque, entre otras cosas, da sentido al nombre de este diario. José Ángel Verea Chávez, Pepino para todos los gustos, ha escrito crónicas memorables sobre los personajes iquiteños que han paseado su prosa y su plata por las calles y centros nocturnos y siempre se han creído iluminados cuando sus vidas eran penumbrosas. A Héctor Tintaya Feria no hay que sobredimensionarlo, no es necesario, pero su pluma colaboradora de hoy es la consecuencia lógica de su paso por la sala de redacción dando brillo al oficio, apasionándose con los hallazgos pero reflexionando antes de publicarlos. De todos los que han pasado por la calle Trujillo el arequipeño Tintaya provoca ganas de ir al sur y no porque –según Rafaella Carrá- digan que por allá se hace bien el amor sino porque ahí están las guerreras más pacíficas que uno experimente, hablando metafóricamente. Y junto a Héctor unas breves líneas para ese malabarista del oficio llamado Jorge Carrillo y convertido a “potrillo” por las que mal pagan. Jorge siempre aparece como segundo siendo el primero y no se inmuta por ello ni frunce el ceño. Si el periodismo es la negación de la amistad Potrillo es la negación de dicha aseveración. Aquello que los periodistas no tienen amigos es la libanización de la profesión y este pata no está para esas cosas. Si algo se parece más a la amistad en esto de corretear todos los días por las notas estoy seguro que tiene el nombre de ese agustiniano que aún puede conmoverse por el dolor humano. En estos tiempos de amenazas –como nunca antes experimentadas- es bueno saber que hay amigos, a secas, aunque con potrillo hemos empinado el codo tantas veces que, por la teoría del poeta Vílchez, algunas imágenes se han perdido de la memoria.

Moisés Panduro Coral, un aprista que pasea su pluma en este diario

Y así acabo esta entrega, esperando los  20 años para celebrarlo de la misma manera: con un número especial. Y les confieso que no sabía cómo empezar. Días tras día me daba vueltas en la cabeza la forma de hacerlo. Hasta estuve a punto de botar el paño. Esto no va salir, me decía y hasta que San Juan bajó su dedo y en la mañana del único santo que la Iglesia Católica celebra la fecha de su nacimiento, tome el ordenador y me puse a escribir emulando a Arjona y lo que ustedes han leído –ojalá sin aburrirse- es lo pensado un domingo antes y después de la misa en el Monasterio porque, digan lo que digan, todo lo que hago aún antes de comenzar esta aventura un 30 de junio de 1993 lo percibo como un mandato en nombre del padre, del hijo y de los espíritus que me imagino no serán tan santos. Y con ellos a Maurilio (padre e hijo) y Carlos Toribio, los abuelos de la generación predecesora y a todos aquellos que desde hoy nos acompañan en este nuevo formato que es una de las tantas locuras a las que doy inicio y que espero, tenga buen puerto.