Mi experiencia universitaria con los libros era a través de visitas a librerías y a las bibliotecas. La biblioteca de la universidad era pobre, de pocos libros, muy limitada. Quizás por eso siempre estaba llena. Esa situación nos hacía volar a las bibliotecas públicas. Una de las bibliotecas cerca de la universidad era la de la municipalidad de San Isidro. Era una sosegada biblioteca, allí conocí a mi pata Alfonso Castro en unas conferencias sobre Kant, éramos de los pocos de clase que asistimos a las charlas sobre este filósofo de la localidad de Königsberg. Luego visitábamos a la biblioteca nacional, en plena avenida Abancay, recuerdo que entre los libros que leía era de derecho penal entre otros. Por situaciones del azar visité el área de revistas y periódicos, en verdad, era muy golosa. El olor a papel y tinta seca, y de libros usados era lo que más recuerdo de esas visitas. Había si mucha gente. Aprovechaba también de alguna charla que se programaban en la biblioteca. Recuerdo una que daba Pablo Macera sobre el quehacer de historiador, era un científico social que nos suscitaba mucho interés por sus opiniones híbridas entre la historia y la psiquiatría social, “el Perú es un burdel” era una de sus frases entre otras. Luego tuvo una actuación lastimosa y degradante frente al poder del fujimorismo que se puede resumir: donde dije digo, digo Diego. Otras veces iba al del Museo de Arqueología cuando hacía la tesis de bachillerato – me encontré circunstancialmente a Alberto Flores Galindo del cual tenía un grato recuerdo por su obra “Buscando a un inca”. Algunas veces, muy contadas, a la biblioteca del Congreso sobre todo por aspectos legales. Es que los libros y las estanterías crean mundos propios.

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