[Escrito por: Moisés Panduro Coral].

El caso de la congresista y ministra del actual gobierno Carmen Omonte es, tal vez, el mejor ejemplo de por qué los temas empresariales no pueden ni deben entreverarse con la política. En su afán de incrementar su fortuna, la mencionada señora no ha tenido ningún escrúpulo para ser accionista de una concesión privada -que es una forma de contratación con el Estado- destinada a explotar recursos minerales, un rubro de las industrias extractivas particularmente sensible por sus implicancias ambientales y sociales determinantes en el desencadenamiento de conflictos en el Perú. Este caso se suma a los de los sonados casos de los congresistas “comeoro”, “robacable”, al último de Gagó, en los que es evidente que la mediocridad de su formación personal les ha llevado a confundir estúpidamente negocios ilícitos con vocación de servicio.

Quien se dedica a hacer empresa debe hacer empresa; satisfacer las demandas, expectativas y gustos de sus clientes y usuarios; gestar y multiplicar su riqueza con espíritu de grandeza, actuar con responsabilidad social, identificándose plenamente con los objetivos de desarrollo de su nación. Necesitamos empresarios, miles de miles de empresarios titulares de su propio emprendimiento, que muevan la producción y el consumo, que dinamicen la oferta y la demanda, que maximicen las ganancias de todos, que paguen sus impuestos; que generen más empleo productivo, digno y decente; que tengan en la creatividad y la innovación tecnológica su herramienta cotidiana, que hagan crecer nuestras exportaciones, que se expandan por el mundo y lo conquisten, que contribuyan a la justicia social. Necesitamos tanto de empresarios que, parafraseando al maestro del periodismo deportivo loretano don Víctor Manuel Velásquez Cárdenas, podríamos decir que haciendo empresa también se hace Patria.

En ese mismo sentido, quien se dedica a la política, tiene la obligación de hacer un apostolado de ella. Ser un misionero, un catequista, un predicador y hacedor de los valores éticos que imprescindiblemente deben enmarcar las tareas de gobierno, porque el arte de lo posible que es la política no ha sido concebido, de ninguna manera, como la antípoda de la austeridad y la integridad humana, más bien éstas son los pilotes fundamentales en las que debe sostenerse. Es cierto que suena exagerado pedir que un político sea un franciscano -aunque la vida de Víctor Raúl Haya de la Torre sí sea un ejemplo de ello- porque eso significaría un renunciamiento absoluto a la posesión de bienes materiales o de comodidades a las que tiene justificado derecho, empero, es necesario formar políticos que sin ser franciscanos entiendan que no se puede mezclar intereses personalísimos con decisiones que afectan a todos.

Entonces, la conclusión salta a la vista: o eres empresario o eres político, no puedes ser las dos cosas al mismo tiempo, pues mientras el empresario busca una rentabilidad económica legítima, un usufructo provechoso, un beneficio lucrativo; el político -en su concepto prístino- busca servir a los demás sin nada a cambio más allá de la remuneración que pueda corresponderle por la función pública desempeñada. La empresa tiene el compromiso de  aprovechar los factores clave de las políticas públicas que lo encumbren productiva y competitivamente sin valerse de las relaciones de poder para actuar ventajosa e ilícitamente; en contraste, la política tiene el encargo de diseñar, implementar y ejecutar esas políticas públicas en aras del bien común, del futuro promisor, de la justicia social. Si no se enseña esta diferencia a las nuevas generaciones, seguiremos teniendo congresistas, presidentes regionales, consejeros, alcaldes, regidores que sigan creyendo que llegar a un cargo público por elección popular es patente de corso para hacer lo que les venga en gana y como les de la gana.