El paseo es una actividad  humana gratificante y en términos utilitaristas, tiene un coste cero. Además es inmejorable para la salud física y mental, espero que no suene en tono de autoayuda que sería un horror y está muy lejos de mi propósito (pienso que los libros de autoayuda y su entorno, es filosofía muy ligera, claro, mi opinión puede estar errada pero el aliento de los consejos de Perogrullo lo tolero muy poco, me brota una alergia por todo el cuerpo). Cuando salgo en mis paseos matutinos y cargo con algunos problemas que me dan la vuelta a mis preocupaciones, al volver a casa siento como si estos se hubieran descargado en el camino. La carga es menor. No sé qué mecanismo se articula en el cerebro pero lo diluye. No es un paseo  donde voy rumiando mis preocupaciones, no, estos afloran cuando uno menos esperas, y en el paseo o en la caminata, adquieren otras dimensiones. Estos van y vienen. Por ejemplo, pienso, sin controlarlo, en una crónica que debo escribir, una palabra que debo poner en una reseña o no (escuchar si suena mal, es un ejercicio flaubertiano), una consulta que me han hecho y no sé cómo enfocarla, el pago pendiente de algún servicio (para citar algo más cotidiano del cual nada se escapa) o la ida al médico por una dolencia, a ciertos años empiezan a salir las goteras. Y poco a poco el horizonte se aclara, se observa mejor los detalles. Si has actuado en un momento de ira o furia ante una situación o momento, ahora lo miras con otra dimensión, en otras claves que llegas a reírte de la situación ridícula. Me abochorno de esas situaciones. También en las caminatas ensayas ser un buen observador de las conductas de las otras personas y de ti mismo. No hay ningún paseo monótono, de blanco y negro. Estos adquieren mil colores y razones. Todas estas reflexiones me vienen como un alud (o huayco) cuando terminé de leer “El paseo” de Robert Walser. Así que a pasear unos minutos al día.

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