Cuando faltaban pocas horas para el inicio oficial de las clases escolares, sucedió algo inusitado. Algunos locales se derrumbaron sin avisar a nadie. Eran las escuelas y colegios que no habían recibido atención durante años. Las bandadas de estudiantes que regresaban al vergel tuvieron que estudiar ese primer día decisivo en las calles. En los días siguientes se quedaron allí, esperando la reconstrucción de sus nuevos hogares. El destino quiso que de pronto, los llamados colegios emblemáticos también se derrumbaran de un momento a otro.

Mientras se hacían los estudios en el sitio para determinar las causas objetivos de semejante desastre, los estudiantes recibieron sus clases en casas particulares que eran alquilados por el ministerio para tratar de aminorar la crisis de locales escolares. El inicio de la reconstrucción de todo lo derrumbado se retrasaba debido a la falta de estudios técnicos, de los perfiles correspondientes y del siempre complicado presupuesto. Y las clases seguían en otra parte, en sitios equívocos. Cuando todo estaba listo para levantar de nuevo las escuelas y colegios sucedió esa catástrofe.

Ocurrió que una madrugada deplorable el caserón antiguo que albergaba al ministerio de educación se vino abajo. Nada quedó en pie y se pudo ver que las ruinas eran anteriores al diluvio universal, al nacimiento de los dinosaurios, a la existencia de los platillos voladores. No tanto por la infraestructura sino por los contenidos vetustos que manejaban los insensibles burócratas que seguían campantemente en el siglo XX. Lo peor de todo fue que esos burócratas defendieron sus escombros y no quisieron que les edificaran un nuevo local, pues preferían vivir en un pasado que idealizaban. Fue así como la educación en el país incaico se volvió menester del pasado. Hoy en día nadie se va a la escuela y los títulos profesionales se compran en el extranjero.