El sueño de un niño

Moisés Panduro Coral

Los victoriosos soldados peruanos acaban de bajar de la lancha que les trae de regreso a Iquitos. El combate de La Pedrera del 10 de julio de 1911 había culminado con el desalojo del invasor del suelo patrio allá arriba en las cashueras del río Caquetá. En forma disciplinada, fusil al hombro, al mando de sus oficiales, se disponen en posición de firmes en la calle del malecón Tarapacá. Son las once de la mañana, y el sol cae radiante sobre sus uniformes beige y sus rostros de mirada altiva. Una gran cantidad de hombres y mujeres, grandes y pequeños, han asistido a recibirlos y los vitorean desde la acera de la calle, mientras otros aplauden pegados a los balaustres que adornan el muro bajo del malecón. Los árboles frondosos se mueven alegres con el viento y saludan también al contingente que ahora se apresta a desfilar en dirección hacia el cuartel Vargas Guerra.

Muchos niños hay en este recibimiento. El brillo y vivacidad de sus ojitos dejan traslucir la fascinación que les produce el paso de los guerreros y deciden acompañar al contingente. Van corriendo y saltando junto al batallón, extendiendo sus manitas en señal de saludo. Algunos curtidos soldados ganados por el afecto infantil olvidan por un par de segundos su actitud imperturbable y, sin perder el paso, alcanzan sus manos rígidas y encallecidas a las de los niños, semejando un cambio de corredores en una carrera de posta.

Entre los niños, hay un pequeño de cinco años. Lleva un pantalón corto de color claro con tirantes elásticos cruzados en la espalda sobre una camisa blanca manga corta. En la cabeza un gorrito blanco, a la usanza de la época. Sus piececitos calzados indican que su familia es de aquellas que si bien no están encumbrados en la clase pudiente iquiteña, se han preocupado por dotarlos de lo básico como que papá Benito, limeño él, -a quien ve después de largos meses de ausencia-, trabaja como Comisario Fluvial en el Putumayo.

Los soldados continúan con su marcha y pasan por la cuarta cuadra de la calle Arica donde vive el chaval con su madre y sus hermanos. En la vereda de la casa, hay otras manitas que aplauden y desde allí llega a oír esa inconfundible voz femenina que habla cantando y que le encanta: “¡Fernando, no te alejes mucho! ¡Fernando, regresa ya!”. Dos cuadras más adelante, el batallón sigue avanzando en dirección sur y entonces el niño se detiene. Su espíritu infante es libre, pero la mamá sanmartinense le está criando con disciplina. Se queda allí, y sólo cuando ha desaparecido de su vista el último soldado, retorna sobre sus pasos, corriendo, saltando, jugando.

Luego, en la mesa familiar, el niño come rápidamente la porción de picadillo de paiche y los plátanos cocidos del plato que mamá ha servido para el almuerzo. “¡Fernando, como despacio! ¡mastica bien la comida!”. Obedece, pero él está apurado porque tiene una cita para jugar a los soldados con sus amigos de la cuadra. Cuando el sol está menos intenso, y las madres sacan sus mecedoras a la vereda para pasar la tarde, los niños empiezan su juego. Se esconden en imaginarias trincheras, llevan colgados en el hombro unos trozos cortos de rama atados en ambos extremos con soguillas vegetales que han extraído previamente del bosquecillo no muy lejano del espacio urbano que ocupa esta ciudad reciente, cosmopolita y en pleno crecimiento. El juego de los niños es intenso, simulan movimientos rápidos, corren incansablemente, trepan y bajan ágilmente de los árboles de pomarrosa, caen, se levantan, se arrastran, se echan en el suelo arenoso y siguen disparando imaginariamente. Por fin, ahítos de tanto sudar y jugar, se sientan al borde de la vereda y la conversación que entablan es sobre los soldados que en la mañana recibieron.

“¡Fernando, hora de bañarse!”, suena otra vez la voz amada, y entonces todos los pequeñines van hacia el acantilado del malecón Tarapacá en donde brotan chorritos de agua limpia y cristalina que convenientemente canalizados por los vecinos les proporcionan agua fresca para el baño de la oracioncita. La noche cae sobre Iquitos, y después de una breve cena, los niños se acomodan en sus tarimas para descansar, y el pequeño se queda profundamente dormido.

Esa mañana del 26 de marzo de 1933, el sargento segundo del ejército peruano, Fernando Lores Tenazoa, se había quedado solo con siete soldados a defender la guarnición de Gueppí y evitar el acceso del enemigo al varadero que lleva hacia Pantoja. El era consciente de este enfrentamiento desigual: Siete soldados comandados por un sargento contra 1,300 hombres de infantería colombiana apoyados por seis aviones de bombardeo pilotados por mercenarios alemanes y por cuatro cañoneras fluviales que desde el río bombardeaban su posición. Igual, no se arredró y disciplinado como era, dispuso su estrategia: el soldado Bartra Díaz al ala izquierda, el cabo Alberto Reyes a la derecha, dos soldados más cerca a ellos para abastecerlos. En el centro, él, seguido de un ayudante de carga para la pesada ametralladora y dos proveedores de munición. Deberían cambiar de posición rápidamente disparando sin cesar en todas las direcciones. Él corría como una centella, de un punto a otro de la trinchera, cayéndose, levantándose, apretando incansable el gatillo de su automática,. Así, a los colombianos este pequeño pelotón les parecía un ejército numerosísimo.

Seis horas después, el combate seguía encarnizadamente. No llegaban los refuerzos. Cayó el lamisto Bartra Díaz, cayó el huarmeíno Reyes. Antes había caído el contamanino Vargas Guerra. Después cayeron Milciades Tananta, Soplín Vargas, Ezequías Tanchiva. El sargento Lores estaba herido en la ingle, pero se las arregló para arrancar parte de su chaqueta y taponar la herida, sin dejar de disparar. Los soldados Pinchi y Revilla estaban también mal heridos, y mientras les quedaban energías disparaban y se arrastraban sangrantes hacia su sargento para seguir proveyéndolo. Finalmente cayeron.

El sargento Lores se quedó solo, y fue cuando en un acto supremo de heroísmo y audacia pasó de la defensiva a la ofensiva. Salió de la trinchera. Su ametralladora seguía vomitando fuego, mientras su voz cargada de heroísmo gritaba palabras de desafío al enemigo. En ese momento fue alcanzado de lleno por una ráfaga, alzó los brazos levantando su arma y se inclinó en el suelo en acto de besar la tierra loretana. Luego se dio la vuelta para dirigir su mirada hacia el cielo adornado por un sol radiante similar al de aquella mañana de julio de 2011 en que de niño vitoreó a los combatientes de La Pedrera. Se dio tiempo de maldecir al enemigo y en un último acto de escupirlo, antes de cerrar sus ojos para siempre.

El pequeño Fernando se despierta sobresaltado. ¡Guau, que sueño fantástico y trágico, a la vez!. Mira hacia el costado. Sus hermanos se desperezan en sus camas. Son las seis de la mañana y el sol que entra por la ventana que da a la calle Arica parece ser el mismo de su sueño. Desde algún lado de la casa escucha esa voz que el adora tanto: ¡Fernando, a levantarse, cariño, vamos, arriba!”. Sonríe. Esa voz es la voz de la gloria.

8 COMENTARIOS

  1. Esta bonito este relato ing. Moisés, me gusta, como profesora de historia lo comentaré con mis alumnos del 5to. para que sepan quen fue Fernando Lores. Hay mucha imaginación (¿y vivencia?) en la historia del niño, me sumo a las felicitaciones recibidas.

  2. Felicitaciones Moisés. Muy buen manejo de espacio/tiempo, solo habría que hacer una observación respecto que cuando sitúas el grupo de soldados marchando, era imposible que se dirigieran al cuartel Vargas Guerra pues este no existía, como lo demuestras al saltar en el tiempo, aunque si no eres amazónico no te percatas. Un abrazo.

    • Correcto, Fernando. Es cierto. Debería quedar solo como «…en dirección al cuartel». Me cercioré de ese detalle cuando ya le publicaron en la web del diario. No había remedio, ya estaba en el ciberespacio. No tengo el dato de cuando se construyó el principal cuartel militar de Iquitos pero es evidente que tuvo esa denominación después de Gueppí.

      Un fuerte abrazo al hijo de don Pablo Carmelo Montalván. Tengo una edición bien conservada de «El Rescate de Leticia». Y en el semanario católico Kanatari fue publicada la historia del deporte que también tiene como autor al admirado Pacarmón.

  3. si el sueño de ese niño fuera ser honesto y ser politico, de seguro soñaria que esta ganandote en el 2014 y se daria el tiempo… antes de cerrar sus ojitos , y no escribiera cuentos si no realidades .

  4. Felicitaciones Moisés, siempre he admirado tu buena pluma pero debo reconocer que este relato en especial me ha parecido simplemente fantástico. Sublime. Soberbio. Imposible dejar de leerlo hasta el final. Has recreado una linda historia mezclando lo factual con la fantasía de un niño soñando ser héroe y que alcanzó la gloria al final de su corta pero valiosa existencia. Nuevamente, mis felicitaciones.

  5. Estimado Moises

    Quisiera saber si esta historia tiene algo de real o es ficción y si no me equivoco al final el soldado murio y al decir se desperto es que luego de morir volvio a nacer pero al lado de Dios

    Espero su respuesta y por favor escirba donde podemos encontrar mas de esta hermosa tierra donde nacieron mis hijos y ala cual respeto pues es una tierra de soldados valerosas que no han sido reconocidos en el peru

    • Mi estimado Juan. Es ficción y realidad. El combate de Gueppí es real, y lo encontrarás en varias publicaciones. Si estás interesado puedes escribirme al correo: mpanduro23@hotmail.com. Puedo alcanzarte alguna de manera gratuita.

      Ahora, lo que intento con la recreación del sueño del pequeño Fernando es establecer que el héroe no ha muerto, que revive en cada niño loretano, que está presente aquí en nuestro corazón aunque la historia oficial haya olvidado este portentoso acto heroíco.

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