El ser sin  ilusión   

Al peruano promedio y calato como el perro antiguo, a ese ser de a pie, de pata en el suelo, de la tortura diaria del microbús desbordado, de la perenne frustración futbolera, del  escaso sueldo que nunca alcanza, del permanente recurseo para no sucumbir, no le interesan las elecciones. Su instinto o su información le dicen que el poder es un negocio redondo para los que pueden, los que tienen.  Los que se hacinan como garrapatas o algo peor alrededor de esa mina exclusiva que no admite así nomás a nuevos inquilinos o beneficiados. El poder en el Perú tiende a excluir a los más, a los que son una legión de votantes. 

El peruano común y corriente, ese ser calato las más de las veces como el can del ayer, sabe de sobra cómo  son las cosas políticamente. Es apenas una cifra, un número, un voto en la urna de siempre. No tiene voz verdadera, ni deseo real. Es un fantasma calato que es obligado a participar en las elecciones con la amenaza de una multa. Hasta ahí llega su participación en esa democracia de opereta. Después se convierte en un convidado de piedra en la hora del buen o mal gobierno. Poder y masa en este país no riman nunca. Los más de 250 conflictos sociales que pueden estallar en cualquier momento revelan ese desencuentro peligroso.

El peruano corriente y calato es un ser desilusionado de antemano con sus políticos. Tradicionales o modernos. De ayer  y de ahora.  No espera nada de nadie en realidad. Por eso en cualquier evento eleccionario los que no saben o no opinan son un buen porcentaje.  Una legión que nada espera de la verborrea de los candidatos. En esas cifras se pierde al sabor amargo de dar poder mediante el voto a una clase que ha hecho un festín del ejercicio del poder.