La antigua jornada electoral, la vieja contienda de las urnas, se ha vuelto una ceremonia imposible, un fandango oneroso. La vida política en el país no tuvo llenadero y se fue para el carajo. Tanto golpeó el cántaro al agua que todo se rompió de arriba hacia abajo. La crisis política ha desembocado en un inmanejable zafarrancho y este año ya no habrá ni convocatoria a los partidos, ni inscripción en el registro electoral, ni amenaza de multa por no haber votado. La vida política fue aniquilada por el exceso de ambición de los infinitos candidatos. Estos eran tan numerosos y tan brutales que fundaron de un momento a otro los partidos personales.

Los partidos personales se levantaron contra los caciques de los viejos partidos de antes. En su mejor momento fueron una saludable renovación, pero pronto degeneraron en un caos sin precedentes. Esos partidos personales eran entidades legales, normales, perfectamente amparados por la ley y del derecho, al pataleo. No tenían más que un miembro o militante autorizado y sacramentado, el cual se encargaba de ejecutar todos los cargos partidarios como si fuera un hombre orquesta. No podía fallar en ningún momento, pues entonces el partido perdía su pieza fundamental y se derrumbaba. El vitalismo de esa innovación no cuajó porque el que menos apareció de la noche a la mañana mostrando las siglas de su propio partido personal.

En cada casa amanecía un afiche con el nombre del nuevo partido y el nombre del único militante y miembro calificado. Los votantes se convirtieron en los que pedían los votos para los cargos. Los partidos personales y solitarios minaron las elecciones y se convirtieron en trabas para los viejos líderes de la revenida partidocracia que nunca más pudieron levantar ni la cabeza ni la cola. En el presente las autoridades son elegidas por la acción de un cuy de la suerte.