En la última celebración nacional del pollo a la brasa ocurrió el hecho. Sucedió que los 135 millones de aves que consumen los peruanos cada año cobró extraña venganza, porque en varios cuerpos aparecieron plumas. Así de simple, aparecieron esas plumas como adornos de última hora. Luego, mientras algunos ciudadanos devoraban varios cuartos de ese plato, otros parroquianos vieron surgir alas paralelas a sus brazos. Emplumados y alados aparecieron en otras partes y en otras circunstancias. Y el país se llenó de una nueva especie de hombres y mujeres que estaban orgullosos de consumir el pollo a la brasa. Esa ave había conquistado los paladares de tanta gente que requería de carne para poder vivir.

Era por entonces  común y corriente encontrarse con un peruano que cuidaba sus plumas y movía sus alas, sin poder volar como el vuelo corto de la gallina. Ninguno de esos peruanos dejaba de comer su pollo a la brasa. Era como un vicio universal, que cambió  por completo el físico de esas desconcertantes gentes. Alados y emplumados, no dejaban de bajarse millones de pollos y cada año celebraban con bombos y platillos el día central del pollo a la brasa. En ese feriado se consumía más carne que nunca y todo parecía marchar sobre ruedas. En una de esas celebraciones ocurrió que los comensales comenzaron a cacarear.

El cacareo, paso siguiente de la mutación de hombre a ave, agarró a varios comedores populares que comían su octavo de pollo. Luego se impuso como una moda indetenible. En el Perú de hoy no se conversa nada. Los parroquianos trabajan, cobran, luchan, se divierten, aman entre cacareos  ruidosos. En todas partes se ha perdido la costumbre de la palabra y el que quiere entender algo tiene que estudiar las señales que hacen las plumas y las alas.