La venida de mis viejitos al sur de Europa fue un viaje de muchos significados. Verla a mi madre tras su cuaderno de bitácora fue un gran acontecimiento que revela mi apego familiar por la escritura. Está en los cromosomas. Pero también había que rastrear al otro legado del ADN, mi padre que es una persona más pragmática por su propia narrativa emocional. Me interesaba seguir de cerca que siendo él un forofo amazónico como miraría este lado del mundo. Él ya había visitado estas tierras hace la friolera de treinta años donde Barajas ya no es Barajas de entonces y mucho agua ha corrido bajo el puente. Fuimos a varias ciudades de la península como Santiago de Compostela (uno de sus sueños), A Coruña donde quería mirar desde lado del Océano Atlántico el fin de mundo de los romanos, se quedó con las ganas de subir a la Torre de Hércules por insistencia y cautela de mi madre. Sus ojos brillaban cuando observaba el Alcázar en Segovia, en las calles de Toledo o en los jardines de La Alambra. Lo curioso es que en todo este recorrido su pensamiento estaba anclado en Perú, en la floresta, no se salía de ese guion. No lo dejaba por nada en el mundo. Siempre haciendo paralelismos de un contexto y otro. Mirando ríos como el Tajo y otros. Está muy claro que el ADN de la floresta nos hace buscar y husmear ríos y árboles. También reconocer que en las caminatas ha bajado el ritmo, camina más lento y refunfuñando, pensé que era de caminatas largas pero me equivoqué. Sólo que a veces su memoria le pasa jugarretas como el cambio de unas letras por otras ante la risotada de mi madre y de quienes estábamos con él. Lo que más aprecio es su devoción incólume por esos montes que le vieron nacer y crecer, confieso que no puedo seguirlo en esos jardines de los apegos. Mi experiencia del exilio voluntario me ha hecho ver la luna de otros colores y circunferencias. Pero él sigue fiel al pie del cañón luchando con sus utopías y sus fantasmas.
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