Tanto así que prestó al grande William Huapaya, jugador de Capitán Clavero, al glorioso CNI donde marcó época y con el que fue detenido en Lima y pasó momentos inolvidables en los calabozos de la Av. España, según confió a Jorge “Potrillo” Carrillo, el periodista contemporáneo que más le ha escuchado en prisión.

Eran otros tiempos. Aquellos donde los profesionales con algo de plata heredada se empeñaban en dar atenciones a los narquitos emergentes que visitaban la casa por arrancar besitos a las hijas hermosas. Esos empresarios eran tan ricos que tenían solo plata. Eran los tiempos en que los equipos de fútbol pertenecían a los barrios y, por lo tanto, a los vecinos. Hasta que llegó la platita. No se preguntaba de dónde venía, lo importante era que había. ¿Y qué hizo el más osado de los emergentes? Fácil: burlarse de esa clase A que, incluso, tenía su mundo de clase A como programa radial donde se lanzaban flores y aromas entre sí.

Ese narquito emergente compró propiedades. Compró equipos de fútbol. Compró lo que se cruzaba en su camino, es decir todo. Puestos de venta de gasolina, casas, carros y, también, mujeres de la llamada alta sociedad y, como en Cali, Medellín y Bogotá, compró su equipo de fútbol. Transformó la ciudad que, para ese entonces, tenía un radio de acción de cinco cuadras a la redonda. Así que la tercera cuadra de Távara era cerquita. Y los vecinos de la Távara querían ver, escuchar y tocar al hombre que derramaba lisuras, pero también billetes. Todos hablaban bien de los narcos, de los jóvenes que habían encontrado en ese negocio una fuente de plata y perdición. Todos, menos los herederos de fortunas dilapidadas. Todos, menos los que en las noches cerraban discotecas y bailaban al ritmo del narquito emergente. Hablaban mal pero hacían negocios redondos con esa planta blanca que creían no les ensuciaba.

Hoy Lucio Enrique Tijero Guzmán ha fallecido. Muchos llorarán su muerte. Otros se alegrarán porque ya no habrá acreedor que los moleste desde la prisión. Y otros, los de siempre, creerán que con la muerte de “El ingeniero” se limpiarán del pasado. Las deudas pueden no pagarse, pero nunca se olvidan. En este y en otros mundos.

Con Enrique Tijero muerto no se va ninguna época. Simplemente murió el protagonista de la historia. Pero ahí quedan las propiedades que adquirió y que le quitaron. Ahí quedan los predios donde daba rienda suelta a sus pasiones: trago, droga, mujeres y otros vicios quizás. El fútbol, entre ellos, su pasión. Tanto así que prestó al grande William Huapaya, jugador de Capitán Clavero, al glorioso CNI donde marcó época y con el que fue detenido en Lima y pasó momentos inolvidables en los calabozos de la Av. España, según confió a Jorge “Potrillo” Carrillo, el periodista contemporáneo que más le ha escuchado en prisión.

Como todo personaje con ese perfil, con Tijero se lanzan preguntas prediales al aire: ¿A quién compró y cómo se quedó con Petroperú el grifo de Loreto/Fitcarrald? ¿Cómo es que terminó siendo de Canal 7 el local de Fitzcarrald que antes pertenecía al Club Petroperú? ¿El local donde funciona la MDP en la Av. La Marina a quién pertenecía antes que sea de don Enrique?

Luego de conocerse su muerte he pedido sólo un minuto de silencio por su alma. Porque sabiendo que era un personaje interesante siempre me rehúse a llegar a su celda y fue Potrillo quien acudió al llamado y, según me cuenta, ha sido una de las experiencias más alucinantes de su vida periodística.