El mandamás o mandatario de las Naciones Unidas publicó cierta vez un decreto universal contra la trata de comida. Extendido delito que consistía en comprar alimentos a manos llenas, esconderlos en refrigeradores o silos o lugares previamente acondicionados y nunca consumirlos. Dicha comida era luego arrojada junto con otros desperdicios. El grave inconveniente del  hambre mundial no solo era la escasez de alimentos, sino el acaparamiento indebido de personas voraces y grupos glotones que contribuían al drama sin solución de la humanidad en general. El decreto del máximo organismo mundial no era moco por baba. Porque robustos guardias suizos se encargaron de hacerlo cumplir en toda la tierra.

En el Perú de variadas hambres, un país que al año desperdiciaba toneladas de alimentos mientras aumentaban los índices de desnutrición infantil,  los forzudos efectivos tuvieron ardua labor ya que el gremio de cocineros protestó en todos los tonos para que no se metieran en sus remesas guardadas  para agasajar los exigentes paladares de sus connotados y complacidos clientes. Pero por fortuna intervino Gastón Acurio,  que en ese entonces decía que tenía calle,  y se decidió que  los gastrónomos o paileros no almacenaran nada y que solo cocinaran para el día. En Loreto, una región bastante productiva, de hijos, la cosa no fue tan simple.

Los guardias suizos, seres  insobornables, contingentes bien bebidos y mejor papeados, fueron los primeros en fallar. Diciendo como el pontífice que también era charapas,  se extraviaron en los 4 días de farra semanal y en vez de asaltar las refrigeradoras, de revisar hasta el cansancio los programas alimenticios de don gobierno y su suegra, paraban de parranda en bailongo. Los otros 3 días restantes se la pasaban buscando en los incontables, infinitos y tremendos basurales, alimentándose con la comida malograda que algunos inescrupulosos arrojaban como burlándose del decreto planetario.