Los candidatos presidenciales de la segunda vuelta se dieron con todo, se dijeron de todo, se  metieron todas las zancadillas posibles, se mentaron a la madre y al padre,  mencionaron a parientes  ladrones y metieron el humor negro y de otro color, durante el debate presidencial del 2016. Ambos violaron todo pacto con la decencia y con el mismo Jurado Nacional de Elecciones. Y al hacer eso perdieron una gran oportunidad de informar al pobre elector de estos predios perdidos. El elector hasta ahora sabe poco de PPK y Keiko Sofia y, suponemos, no sabrá nada a la hora de ir a las urnas electorales.

En el debate se vio un profundo forado, un hueco gigantesco, una ausencia clamorosa, una omisión imperdonable. La palabra cultura no figuró en ningún momento en la hora y media que duró dicho evento. Tanto el uno como la otra se vacilaron de lo lindo contra los artistas, los cantantes, los escritores y demás miembros de la fauna cultural de este país. Ello es grave en la medida en que fomenta el abandono secular, la diatriba estéril pero vigorosa de los que se oponen a la cultura.

La que con más pasión cultiva la anticultura es la candidata de la corrupción y del narcotráfico. Keiko Sofia, estudiante de la universidad de Boston, nunca mencionó ni en broma esa palabra. Es más, detesta los libros y a los autores y parece dispuesta a vender el alma de los artistas como hizo su padre con este país.  En la ciudad de Jauja, estación de su ambiciosa búsqueda del poder, está en este momento Keiko Sofia. No necesitamos ser magos o adivinos para saber que en ningún momento dirá esa palabra sagrada para los que creemos todavía que es posible hacer algo decente en el campo de esa actividad humana.