Cuando desde el Perú campeón, frase que nada tiene que ver con el veneno para roedores, ni con ganancias reales ni peloteras, sino con simples deseos virtuales, un representante oficial de una conocida universidad dirigió una carta a quien correspondiera para que le concedieran una parte de las cenizas del ilustre escritor. El episodio que le daba derecho a esos restos volátiles era el conversatorio que hizo con Mario Vargas Llosa, antes del contundente directo de parte del ahora marques y no de la culata La petición ocurrió el día en que el alcalde de Aracataca exigió lo mismo. Ello desencadenó una terrible, cruenta y descarnada batalla por apropiarse de esos restos incendiados.

Las funerarias de todo el mundo aprovecharon el fandango para hacer propaganda sin contratar a melenudos expertos, a ambiciosos publicitas entregados a la idolatría exagerada del mercado. Así aparecieron incontables hornos crematorios donde supuestamente se siniestró el prestigioso cuerpo del enorme narrador. En exasperante jornada aparecieron luego insultos entre dueños de ese negocio, juicios por defender cada verdad y hasta tiroteos callejeros. Lo más brutal, y hasta espantoso, apareció en un lugar lejano y muy cerca del río Nanay, nombrado como Iquitos.

En vez de dedicarse a leer siquiera una página de cualquiera de los libros de Gabriel García Márquez, inescrupulosos empresarios locales, esos que casi siempre pescan a río revuelto, montaron comercios con envases llenos de unas supuestas cenizas del autor de la Hojarasca. El éxito del negocio hizo que aparecieran otros ceniceros, más quemadores. En Iquitos hubo entonces más dinero que antes, más ruidosas parranda que nunca jamás. Pero para nada. Porque ahora que ha pasado tanto tiempo después del deceso del autor de Mis putas tristes una de las desgracias mayores, el último lugar en comprensión de texto, siguió vivo y coleando en esa ciudad iletrada.