Si hay algo de lo que siempre estaré agradecido de la corresponsalía de RPP que mantuve por más de una década es haber conocido a uno de los mejores reporteros de la prensa escrita nacional y mejor ser humano: José María Salcedo, Chema para todo el mundo. Formado en las calles de Miraflores y también en las aulas de la Pontificia Universidad Católica del Perú allá por los años 60, Chema es de esa generación de periodistas que se ha ganado la vida con lo que sabe hacer: periodismo. El escrito, que en esos tiempos era la forma de forrarse en los avatares de las comisiones riesgosas y llenas de noctámbulos. Es un periodista formado en la calle con una inmensa capacidad intelectual. Entre los libros y las pistas. Entre la enajenación y la cordura. Es decir, entre esa frontera imperceptible de la vida o la muerte. Ha emprendido proyectos que solo los orates pueden hacerlo. Charlar con él es un lujo. Nos pasamos el tiempo que su tiempo permite en diálogos que van desde la Amazonía hasta Bilbao, su tierra. Muchas calles de su infancia en el país Vasco las hemos recorrido juntos y varias calles de mi infancia amazónica la hemos andado con cierta complicidad.

Si hay algo que más extraño de mi alejamiento de la capital de la República es no frecuentar las charlas en el Óvalo Gutierrez con ese pater familias que todo periodista de fuste desea tener. Porque en esas charlas se le conoce al ser humano. A ese hombre que emigró muy niño desde Bilbao para -como él mismo dice- convertirse de la noche a la mañana, tan solo con bajar del barco que lo trasladó por el Atlántico, primero y, después por el Pacífico, en un muchacho de la clase media en lo que se llama “la clase acomodada”. Ya sea en la mañana o en la tarde, esas tertulias sobre periodismo, política, partidos, personajes y vida en común que llevamos son motivadoras porque ha sabido llevar la vida dentro de un medio en el que -hay que admitirlo, sin tapujos- se maletea a quienes han logrado hacer lo que la vocación manda.

Nos citamos como siempre y al verlo me impresionó como nunca: En una de sus manos sostenía un bastón que le sostenía en pie. Carajo, me dije, y él exclamo una interjección. Cómo se pasa la vida, hermano. Acaba de cumplir 70 años y en verdad no esperaba usar esa ayuda para caminar, como bien me dijo. Pero ya está con él y malicio que será para siempre. En el fondo él también sabe que es lo más probable, “aunque los médicos me están cojudeando”, me dice con ese tono entre la tristeza y la resignación. Me ha impresionado verlo con bastón, no lo puedo negar. Pero -una vez más- me ha recontraimpresionado la forma cómo lleva la vida y se prepara para el futuro: con tranquilidad y sabiendo que humanos somos y hemos hecho en esta vida lo que más nos ha gustado.