En defensa del rio agredido

El cuento de Julio Ramón Ribeyro La piel de un indio no cuesta caro puede aplicarse, sin exageración y con desconsuelo cívico,  a los nativos de la cuenca del Marañón. Han pasado cuatro largos meses y todavía no se conoce el alcance del derrame petrolero. Por increíble que parezca,  dos instituciones respetables, Digesa e Iiap, hace poco han arrojado sus veredictos y, para colmo de males, tienen versiones distintas sobre un mismo infausto hecho.  No se ponen de acuerdo En esa confusión  no se pueden tomar las acciones pertinentes.

El franciscano Gabriel Sala era brutal en su consideración de los indígenas. Solía decir, lejos de la caridad cristiana, de la piedad y del amor evangélico, que si los oriundos no hacían caso había que exterminarlos. El jesuita Manuel Uriarte creía que los nativos solo entendían algo cuando corría la estampida del tiroteo.  Muchos de los contemporáneos, lejos ya de tiempos coloniales, tienen esa concepción reaccionaria sobre los indígenas. En ellos o ellas prima la visión del caníbal flechero, del salvaje semidesnudo y ávido de sangre ajena. De allí a las matanzas en las caucherías, al genocidio de Bagua y otros hechos luctuosos no hay mucho trecho.  La protesta indígena actual podría ser vista con ojos reaccionarios, pero tiene sus razones válidas, respetables. 

 Nadie debe olvidar que estamos defendiendo la vida del río  Marañón, dijo hace poco un representante calificado. La frase  es probablemente la razón más sólida que enarbolan en busca de ser atendidos por la sociedad excluyente. En momentos en que la contaminación es universal, en que se impone un capitalismo salvaje, esa sola frase debería hacernos meditar profundamente, y asumir que también estamos decididos a evitar que los recursos naturales se arruinen.