La sociedad del delito

El libertador Simón Bolívar solía decir, con sorna envidiable, con verbo feroz, que lo mejor que se podía hacer en América era emigrar. Esas ganas tenemos, como siguiendo tardíamente la ruta de los que se han ido de estos lares, conocidos y desconocidos, ante el escandaloso titular de ayer en este diario. El delito está más extendido de lo que solemos imaginar en los momentos de mayor pesimismo. O sea todos los días y las noches. Sobre todo de estos años, cuando el ingreso al llamado primer mundo es una absoluta demagogia. En cifras reales, no vamos floreciendo hacia la cacareada excelencia, ni avanzando con ruta hacia la fuerza emprendedora.  Andamos en franco retroceso.

Porque una sociedad que no puede confiar en los elementos que la representan, anda perdida de antemano. Es traumática una sociedad que origina el delito entre los preparados, pagados para combatir ese delito. ¿En dónde puede nacer esa tendencia de algunos policías a pasarse al bando contrario, a delinquir? ¿En los bajos sueldos del Perú, en la impostergable necesidad de sobrevivir, en la secular marginación del subalterno, en la falta de equipamiento para un trabajo eficaz o en la generalizada tendencia nacional y regional hacia la rapiña? El más que ingenioso Miguel de Cervantes decía que los gitanos habían nacido para robar.

Lo mismo se puede decir de los peruanos de ayer y de hoy, con honrosas excepciones. La sociedad del delito no es una exageración, una declaración de derrota final. Es una constatación  dolorosa, angustiosa. Esos policías, descubiertos con sus seis kilos de droga no son más que una cifra de ese deporte incluyente, donde en verdad no se ocupa el último lugar, como en el triste fútbol. ¿Qué se puede hacer para ya revertir esa lamentable situación?