La desilusión del poder

La partidocracia nuestra de cada día, que es expresión de nuestros muchos vicios y pocas virtudes, no aprende nada de su propio desprestigio, de su conocida y reconocida inoperancia. Lo que viene ocurriendo con los candidatos del llamado nacionalismo local es apenas una rueda más de ese coche errante, descompuesto, extraviado. Los secuaces de Ollanta Humala no se ponen de acuerdo en la manera más adecuada de elegirse ellos mismos, tampoco pueden dar un paso al costado para evitar la mala imagen, el caos. Dan una pésima imagen a la ciudadanía, una imagen de avidez por el cargo, el puesto, la postulación.

El nada fácil arte de gobernar ha recibido muchas definiciones. Todas parecen acertadas. Lo que nos parece un error es entonces la concepción gubernamental de los humalistas o nacionalistas de estos lares. Gobernar es armar el zafarrancho, abrir las puertas del desorden y nunca ponerse de acuerdo con el  compañero de aventuras políticas. Este es el encarnizado enemigo a quien hay que derrotar. Ya podemos imaginar cómo tratarían estos enconados peleadores a los adversarios si es que arribarían al poder.  Así las cosas, no podemos dejar de mencionar que allí, en el barco de ese nacionalismo desfasado y poco marcial,  no hay doctrina, ni ética, sino una simple hambruna de candidaturas.

Salvo el poder, todo es ilusión, decía don Mao Tse Tung. Acá, moradores de un primer mundo ficticio, lírico,  inventado  por el bien nutrido Alan García,  la cosa no es tan contundente. El poder, con esa partidocracia caótica, angurrienta de puestos y prebendas, ambiciosa de protagonismo estéril, desbocada por beneficiarse con la ubre estatal, el poder es una perpetua  desilusión.  ¿Qué harían en el Congreso esos nacionalistas que ya están peleando por una curul improbable?