El vanidoso protagonismo

El sueño del maestro Borges, de implantar un Congreso universal que viera todos los problemas de la tierra, que albergara todos los libros publicados, que representara a todos los hombres y mujeres y que tuviera su propio idioma escaños, acabó en un incendió de pavor. ¿Qué ocurriría si mañana mismo, a cualquier hora, se quema el local del Congreso peruano? Sin lugar a dudas, estallaría la peor tragedia en esas vidas  que suponen que ese lugar es una gran cosa. Entre las cenizas recientes muchas  almas peruanas llorarían desventuras propias y ajenas por no poder postular en estas elecciones.

Porque el Congreso nuestro, sin el brillo del Congreso imposible del imaginario borgiano, es la nuez en el pastel,  el lugar final,  de los sueños de tantos compatriotas. El cargo de congresista, un cargo que no dura mucho, que es bastante efímero y donde casi nada se puede hacer debido a su declarada y repetida mediocridad, es codiciado, cotizado. Tantos estarían dispuestos a regalar sus almas al diablo solo por sentarse en el último escaño, por estar en cualquier debate como tribunos buscando el aplauso de la platea.  Exagerando algo, no mucho, podríamos decir que en cada peruano late un congresista anhelante, un parlamentario hambriento de protagonismo.

Ese hecho vanidoso, el de figurar aunque sea durmiendo entre los curules, nos parece la clave de ese apetito extremado, de esa ambición tan acusada por entrar a ese lugar. Nada que ver con leyes, con el control del presidencialismo, con beneficios a los que votaron por él, como puede demostrar el anquilosado congresista César Zumaeta. La historia de la ineptitud del Congreso es  larga, conocida. Y  puede sintetizarse en la frase, plagiando a Pío Baroja, si no sabes hacer nada  metate al  Congreso.