El pésimo circo callejero 

El circo electoral de estos tiempos se suele desbordar de improviso. No se contenta con sus payasadas de costumbre, sus números habituales. Sin previo aviso, sin una advertencia necesaria y puntual, los candidatos pueden tomar cualquier calle. Así, sin pedir permiso de nadie, sin ni siquiera pedir disculpas a los demás, aparecen con sus seguidores vociferantes, sus militantes o ayayeros, sus músicas estridentes y huachafas, sus ofertas de tres por cuatro. Sólo falta la carpa para que la exhibición sea completa. Pero esa invasión callejera no causa ninguna gracia cívica o alguna risa complacida. Es motivo de mortificación.

Porque cuando aparece un candidato en plena calle, todo se interrumpe. Los que más sufren son los del  tránsito vehicular. No pueden llegar  la hora a su destino, tienen que dar vueltas y vueltas para agarrar la ruta de nuevo y tienen que soplarse esas cosas de mal gusto que suelen hacer los candidatos. Por ejemplo, a qué  persona sensata pueden  parecerle interesantes los besos públicos de un tal Charles Zevallos. Y en plena calle. ¿Qué sufrido peatón puede soportar el tufo de otro señor que tiene excesivo aprecio por las bebidas espirituosas? ¿Qué infortunado ciudadano puede soportar, sin querer matarse, las ridículas propuestas de cualquier otro aspirante al poder?

Consideramos que ningún candidato, bese a no bese a sus posibles votantes, beba o no beba licor antes de sus intervenciones, deba o no deba dinero a los demás, gane mucho o gane poco, tenga no tenga bufones periodísticos a su servicio,   tiene derecho a jorobar la paciencia con sus apariciones callejeras. Se debe prohibir,  hoy mismo, ese abuso. Para garantizar la salud mental de los unos y los otros.  Además, no necesitamos más circos de los que ya hay en la ciudad.