La boda gay

Cuando un cartero alemán se casa con su obesa gata después de un engorroso papeleo, cuando un ciudadano  coreano, en concurrida ceremonia,  contrae enlace con su querida almohada,  no pensamos que se tratan de innovaciones nupciales. Es evidente que estamos ante burlas o escarnios de ese contrato social. Esos enlaces equívocos, burlescos,  expresan algo profundo.  La crisis del matrimonio tal y como lo conocemos. La boda, como casi nadie sabe, no nació de los delirios del amor, ni de los deseos de convivencia con la pareja. Nació impulsado por una urgencia económica, por la necesidad de garantizar que la prole heredera legítimamente las ganancias familiares.

Los besos domésticos,  entonces, venían muy bien con los pesos.  Desde hace décadas, ese modelo pecuniario está en crisis. Cifras, testimonios, hechos, revelan las miserias, los desencuentros,  de ese enlace entre el hombre y la mujer.  El matrimonio gay, que hoy se oficializa en varios países y que desata polémicas enconadas, es una manifestación de  esa crisis, de ese descontento. Es decir, ante el desprestigio del matrimonio, cualquier cosa puede ocurrir, cualquier boda puede acontecer. Desde ese punto de vista, consideramos que si alguien quiere contraer enlace con su fotografía, su camisa o su traje, lo puede hacer. Es cuestión suya.  Está en su derecho de divertirse. 

Pero la boda gay pasa por otra consideración ineludible. En el mayor libro del mundo, la Biblia, la escritura recomienda el matrimonio entre el hombre y la mujer.  No menciona otro tipo de boda.  Sin embargo, si los invertidos consideran que casarse les sirve de algo, que firmar papeles tendrá algún valor en sus vidas, no nos oponemos. Y ya nada decimos que nos parece deplorable que dos hombres hagan lo que hace un hombre con una mujer.