Por: Moisés Panduro Coral

Depreciación es el término con el que se quiere significar la disminución del valor de un bien. Si bien es cierto, la política no es un bien, sino -en su definición más simple- una actividad de los que gobiernan o de los que aspiran a gobernar los asuntos que afectan a la sociedad, encontramos que ella también está en un proceso acelerado de depreciación que resulta peligrosa para la convivencia democrática.

En el Perú, cada vez es más visible la minusvalía de la política en comparación a su esencia prístina, a su génesis conceptual, a su propósito social. En los últimos veinticinco años, y con mayor incidencia en las regiones, provincias y distritos, han aparecido cual si fueran hongos, cientos de movimientos locales en busca del poder, fenómeno que fue interpretado como una explosión democrática jubilar frente al languidecimiento de los partidos tradicionales, a la deficitaria representatividad social de éstos, y a la necesidad de encontrar canales más amplios y oportunos de participación para la ciudadanía.

Sin embargo, esa suerte de big bang político, ha dejado al descubierto, con el tiempo, sus insuperables limitaciones. Al no estar premunidos de una filosofía política, los movimientos no han podido darle sentido a su existencia organizacional, a su necesaria estabilidad institucional. Así, el 95% de los movimientos regionales y locales nacidos en los inicios de la década del noventa no existen en la actualidad, pues han ido desapareciendo en la medida en que no alcanzaban sus objetivos electorales inmediatos: ganar elecciones, conquistar un gobierno regional o local y, a partir de allí, subsistir vía el  clientelismo político utilizando los recursos financieros y logísticos de las instituciones públicas.

Junto a ese afán electoralista aparecieron los inversionistas de campañas que han visto la política como un negocio seguro con retorno de financiamiento multiplicado por diez, una forma de incrementar sus cuentas bancarias, un camino fácil para ensanchar su poderío económico profundizando la corrupción a extremos sombríos de valorizar una canchita de 300 mil en un millón, un estudio inservible en cien millones, un mercadillo incompleto en medio millón, un kilómetro de simple asfalto en seis millones, o un alcantarillado  inútil en 800 millones.

Todo este tinglado requirió de un sustento social que se cubre con clientelismo, y precisó de un soporte mediático de ataque y defensa, lo cual ha conllevado a la aparición de otro factor que ha depreciado la política en cuanto a su credibilidad: gran parte de la prensa en sus diferentes medios difícilmente se mantiene al aire o en pantalla si no goza del financiamiento del Estado en cualquiera de sus niveles, lo que degenera en un escenario de condicionalidades que recortan la libertad de pensamiento y de opinión, de febriles fabricaciones de denuncias, de manipulación de personas que intervienen anónimamente en programas radiales, de enfrentamiento irracional entre los actores, que termina pulverizando toda posibilidad de acuerdo en pro de la prosperidad colectiva.

La política se ha depreciado a su mínima expresión. Ya ni siquiera surgen movimientos electorales, hoy tenemos candidatos que se promocionan, a veces arrebatadamente y sin tener un movimiento que los cobije, buscando interesar al líder de un movimiento para convertirse en candidato. Y viceversa, en la mayoría de los casos, los movimientos no realizan formación o promoción de cuadros, lo que hacen es ir recogiendo en el camino a los que consideran estrellas del momento, a quienes puedan aportar al financiamiento electoral, o a parientes cercanos de los financiadores.

Debemos detener esta depreciación política. Hay que iniciar una obligatoria, exigente y verificable institucionalización de partidos y movimientos que los fortalezca como canales de participación. De lo contrario, seguiremos convirtiéndonos en una sociedad perversa, llena de vicios, políticamente especulativa, con un montón de mitos en la cabeza que no nos permiten despegar.