Javier Vásquez

Permítanme, otra vez, salirme un poco de los temas que se tratan habitualmente en esta columna, pero creo que es importante que comparta con ustedes mis impresiones del viaje que hice al Cusco con mi familia.

Es un viaje que se debe hacer por lo menos una vez en la vida por todo lo que se encuentra y se asimila allí. Al aterrizar el avión, que bordea espectacularmente un pequeño cerro poco antes de hacerlo,  uno encuentra que el aeropuerto está en medio de la ciudad. Se observa a esta en medio de un valle estrecho, extendiéndose al pie de numerosos cerros que la bordean.

La ciudad, en términos generales, es limpia y ordenada, bien señalizada. Tiene, como todas las ciudades del Perú, zonas descuidadas, también barriadas. El centro es hermoso e imponente: hay varias iglesias y templos, siendo la catedral, que se encuentra en la Plaza de Armas,  la que nos transporta siglos atrás y donde podemos vislumbrar todo su esplendor. Dentro de ella existe mucho estilo barroco y hay cuadros monumentales de la escuela cusqueña. A pocos pasos de ella está el Coricancha, una construcción española sobre ruinas incaicas. De la Plaza de Armas uno se puede dirigir al barrio de San Blas por una empinada cuesta empedrada, allí uno encuentra la piedra de los doce ángulos, tan conocida por las fotografías.

De la ciudad se puede dirigir a Sacsaihuamán, Kenko, Pisac en recorridos que realmente fascinan. Otro viaje increíble es a las ruinas de Moray que son unos andenes circulares en buen estado de conservación y a las minas de sal de Maras, de fama internacional, donde se produce la sal de manera artesanal por filtraciones de aguas de las rocas de los cerros.

Pero el viaje inolvidable e imprescindible es primero a Ollantaytambo, con unas ruinas espectaculares y altísimas y donde se encuentra la estación de trenes que, en un viaje espectacular de una hora y media, nos llevan a Aguas Calientes, un pequeño pueblo, enclavado en un vallecito al fondo de unas montañas, lugar intermedio de donde parten buses que nos llevarán a Machu Picchu en un viaje de ascenso de 20 minutos.

Aguas Calientes es una pequeña babel donde se encuentran turistas de todas partes del mundo, esperando ascender a Machu Picchu. Tiene, sobre todo, vida nocturna: existen restaurante modernos, pubs de todo precio.

Conocer Machu Picchu es transportarse a otro mundo, sentir que uno trasciende. Se empieza ascendiendo por un camino estrecho de rocas, algo empinado y, de golpe, se llega a una explanada desde donde se tiene la vista de estas ruinas como la que es conocida mundialmente. Uno siente la fuerza de este mundo dormido, el Huayna Picchu lo custodia al frente. Pensamos cómo hicieron para construirlo, una cosa es conocer esto por fotos, por revistas, otra es estar ahí, respirar ese aire mágico, sentirse que se impregna del germen de la vida. Luego, al recorrerlo, seguimos maravillados de todo lo que el hombre pudo y puede hacer.

Esa es una realidad que tenemos cerca. No podemos compararla con Iquitos, pero sí hay cosas que se pueden hacer tomando de modelo al Cusco. Lo primero que debemos imponernos es que nuestra ciudad sea limpia, hay que buscar estrategias para lograrlo. Segundo, que nuestro lugares turísticos estén bien mantenidos, ponernos a la par de otros sitios para lograr muchos más visitantes. Tercero, en Cusco, la gran mayoría de artesanos hablan fluidamente el inglés, con ello logran que el turista les compre muchos artículos y capten la historia que ellos transmiten. Iquitos debe vivir de su turismo principalmente, hay que tomar decisiones ya.