Huir de la pena

ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Una noticia así no se recibe todos los siglos. Mario Vargas Llosa, según los testigos del tiempo, preguntaba por dos personas cada vez que visitaba Iquitos: el chino Alarcón y el cura José María Arroyo.

Miguel Donayre me llamó desde Madrid para decirme: “han dado el premio Nobel a Mario”. Sólo atiné a responder saltando de la cama ante la sorpresa de mi esposa: “esta noticia me quita automáticamente la gripe”. Al minuto una lectora de Italia que prefirió no mencionar su nombre me invocaba a que coloque en la web tamaña noticia. Así lo hice y llevamos ventajas hasta a los diarios nacionales. Una vez colocada la noticia en el ciberespacio me dirigí a la casa de Percy Vílchez: “si adivinas qué noticia te traigo nos vamos como sea a Managua”. El poeta –que es en Iquitos lo más parecido a Vargas Llosa en cuanto a adicción a la lectura se refiere- no atinó a nada mientras no se cansaba de repetir: “Bien merecido, qué tal Mario, no?” Lo demás es sólo seguir la corriente y recordar.

Recordar la estatización de la banca y ver al futuro Nobel pronunciando un discurso diáfano en la Plaza San Martín. Leer las noticias que llegaban de Iquitos donde los apristas promovían marchas “en defensa de la dignidad de la mujer loretana”. Recorrer apresurado las calles barranquinas alrededor de la casa del escritor con la esperanza que salga a su balcón. Llamar a su secretaria para que conceda una cita siempre postergada porque lo pedía un estudiante de Periodismo. Meterle la grabadora estudiantil mientras se retiraba de un actividad en la “Casa de Osambela” y preguntarle si recuerda Iquitos y recibir como respuesta que “Iquitos tiene un significado importante para mi”. Correr por el jirón de la Unión con la grabación y sólo detenerme cerca al Sheraton porque se cruzó un profesor de nombre Alberto Mendoza que luego de ver mi entusiasmo me confesaría que estuvo en Iquitos cuando el escritor se documentaba para “Pantaleón y las visitadoras” y que no sabía si por coincidencia o esas cosas de la vida su nombre aparecía como uno de los personajes secundarios en la obra. “Seguro lo sacó del reparto de la obra de teatro que presentábamos”, me dijo ya igual de entusiasmado. Estar a medio metro de distancia de Mario, a pesar de los cientos de hombres de negro que le resguardaban en un período negro de la historia peruana, en la denominada “marcha por la paz” de esa época electoral. Luego la derrota. Luego la partida a Europa. Luego su visita a Iquitos y donde (¡oh maravilla!) pude conversar por varios minutos eternamente bellos y hablarle del padre José María Arroyo (le dije que sufría de una enfermedad que le deterioró la memoria y lo lamentó) del chino Julio Alarcón, (le dije que había muerto y lo lamentó mucho más) del permiso que aún guarda Javier Dávila donde su editor Carlos Barral solicitaba autorización para llevar un felino selvático, de la conversación amena con Chela Chong, viuda del chino Alarcón, que fue recibida con amabilidad y fue presentada en el lobby del hotel a su esposa, la llegada de la alcaldesa de San Juan y el ajetreo periodístico. Comprobar que es un hombre sencillo, darle el celular para que cuente a través de RPP la experiencia maravillosa que vivió en Pacaya Samiria, seguirle por el malecón Tarapacá, acompañarle hasta un restaurante mientras hablaba con su esposa Patricia, y la firma de un autógrafo en “Las travesuras de la niña mala”, y de su puño y letra la dirección de su departamento en Lima para formalizar la invitación a Iquitos para un acto académico. ¿Después de eso qué más se podía pedir? Pues hay tiempo para más. Una mañana de febrero del 2008 encontrarle en el aeropuerto de Lima sentado mientras su esposa recogía las maletas y tomarse unas fotos y hablar de la Feria del Libro de Trujillo de donde regresaba. Hoy puedo decir que tengo una foto con el Nobel, un manuscrito suyo con su dirección y la esperanza que algún día pueda llegar a Iquitos y le demos las gracias por haber insertado a esta ciudad y la Amazonía en varias de sus obras.

Todos esos recuerdos estaban en mi mente cuando leo en “El país” digital que habla sobre el Nobel y afirma: “No es lo más importante que me ha pasado en la vida. Mi matrimonio es más importante, mi familia es más importante. Mi familia es mi vida, siento protección en mi familia. Algunos amigos. Ese aliento vital que recibes de tu entorno íntimo es lo más importante. Siento gran felicidad por este premio, pero no es mayor que la que sentí al ver editado mi primer libro”. Por eso a los primeros que llamó al saber que no era broma lo del premio fue a Álvaro, Gonzalo y Morgana, sus hijos, a quienes –intuyo que también a sus nietos- dedica “El sueño del Celta”. Y al hablar de su obra afirma: “Las experiencias de la adolescencia y la juventud son las que más marcan la personalidad, seguramente es porque en España no he tenido traumas y en el Perú sí, y los traumas son el alimento principal de un escritor». Y al final dice que cuando en 1990 en París le preguntaron por qué escribe se limitó a responder “Escribo para huir de la pena”.

Su literatura es fuego, sus opiniones políticas también. Pero se ha premiado al escritor y –aunque resulte imposible separar uno del otro- más allá de sus obras me queda la alegría de haber estado en varias oportunidades con mi autor preferido y sumergirme en el laberinto de ordenar a sus personajes con la misma pasión y resultado que provoca armar el árbol genealógico de las estirpes de “Cien años de soledad”.

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