La Estación Final de la memoria

Hugo Coya es periodista y productor televisivo (de los buenos), pero también un viajero aficionado. Auschwitz era un lugar que le interesaba conocer, no sólo por el lógico interés turístico, sino, además, por la carga histórica y simbólica del lugar. Fue un día, en que andaba visitando los vestigios de aquel inaudito campo de concentración, ideado por el nazismo, en que se hizo una pregunta crucial: ¿Hubo peruanos que murieron aquí? En una de las computadoras del complejo, encontró la información de 22 víctimas oficiales de nuestra nacionalidad. Fue así cómo empezó la aventura de escribir “Estación Final”, que se estrenó en mayo de este año con el sello Aguilar, uno de los mejores libros peruanos publicados en lo que va del año.

Con justicia, “Estación final” ha sido celebrada y aclamada tanto por críticos y periodistas, como por el público (que agotó en 15 días su primer tiraje). Es una documentada, tensa y emocionante crónica, que indaga dentro de espacios muy profundos, casi olvidados por la memoria y los saca nuevamente a flote, usando recursos narrativos impecables y una verdad objetiva que se basa en documentos, testimonios, fragmentos de tiempo que se encontraban desperdigados en muchos lugares y no tenían, en apariencia, un hilo común que los condujera coherentemente. Esta suerte de camino final que recorrían en convoyes de tren los condenados antes de morir en Auschwitz sirve como metáfora para armar la obra.

A través de estos mecanismos, Coya reconstruye la historia personal y familiar de 22 peruanos asesinados por los nazis en Auschwitz, así como da cuenta del esplendor nazi-fascista en el Perú y el increíble papel de los presidentes Óscar R. Benavides –admirador de Benito Mussolini, por lo demás– y de Manuel Prado Ugarteche en romper la pretendida neutralidad que oficialmente pregonaba el Estado respecto de la guerra y contribuir, directa e indirectamente, con la persecución y muerte de niños judíos huérfanos de 4 a 10 años.

En una investigación que no sólo incluye visitas y contactos en Polonia, Turquía, Israel, Francia y Estados Unidos, sino también el testimonio de decenas de personas y la recopilación de material escrito y gráfico inédito, Coya construye una singular investigación (que debería ser tomada muy cuenta por los investigadores) donde las redes sociales y el Internet tienen función preeminente. Muchos de los familiares de las víctimas fueron contactadas por el periodista a través de búsquedas Google y  redes sociales virtuales como Facebook y Twitter.

Coya, a partir de un dato, confecciona un mapa histórico, que viene del pasado más remoto y ancla en el presente incierto. El 16 de marzo de 1945, 22 judíos peruanos, capturados por los nazis y llevados en trenes hacia Auschwitz, son asesinados. Estas personas, comunes y corrientes, que en muchos casos abandonaron el país en busca de mejores oportunidades de vida en Europa, vuelven del olvido y su historia es rescatada a través del relato de Coya. Se resucitan los casos de Jaime y Rosita Lindow; la heroicidad de Magdalena Truel (quien participó en la resistencia francesa contra Alemania, a pesar de sólo tener una pierna); el de los limeños Eleazar y Jabijo Assa, de origen turco, quienes ayudaron a escapar a muchos capturados antes de morir; o el de la pequeña Michelle Levy, de tan sólo ocho meses, enviada a una cámara de gas por el “terrible delito” de tener un apellido sospechoso para los tiranos.

Pero si estos relatos conmueven, la participación del Estado peruano en la opresión y el crimen sublevan e indignan. Con pruebas concretas, el libro cuenta que en octubre de 1942, el Congreso Judío Mundial, con sede en Portugal, pidió a la comunidad residente peruana que gestionara ante el gobierno la ayuda para que 200 niños huérfanos desde la zona no ocupada de Francia pudiera ser refugiados en nuestro país. Estados Unidos ya había concedido cinco mil visas; Canadá, doscientas; y Chile, cincuenta. El gobierno de Manuel Prado Ugarteche, que pasaba por democrático y neutral, sin considerar ningún tipo de humanidad, a pesar de la promesa de que los niños serían adoptados y mantenidos por familias judías residentes, sin gasto alguno para el Estado, les negó tajantemente la visa. El destino de dichos infantes fue ser enviados al campo de tránsito de Draney y luego, muertos en la cámara de gas de Auschwitz.

El libro también denuncia la complicidad y el apoyo que le otorgó el gobierno de Oscar R. Benavides al régimen nazi. No eran para nada ocultas las simpatías que despertaba la figura de Mussolini en Benavides. Esté último había sido incluso ministro plenipotenciario del Perú en Italia. Se exhiben testimonios de la amplia actividad fascista en Lima, más que en ningún otro país latinoamericano. En cierto momento, existió  un comité nazi, encabezado por el cónsul de Alemania, que organizaba actividades a favor de Adolfo Hitler; mientras que muchos titulares de la prensa más oficialista mostraban sus loas fascistas. En general, se respiraba un ambiente xenófobo. Coya documenta un hecho particularmente patético: un debate registrado en el Congreso de aquél entonces, en el cual varios parlamentarios discutieron ardorosamente la necesidad de establecer una cuota de inmigrantes, con el fin de preservar la nacionalidad peruana de las “oleadas extranjeras”. 

No todo es desolación, por cierto. Coya logra hallar a una sobreviviente, Victoria Barouh, a quien había identificado en los registros oficiales como parte del convoy 75, que iba hacia Auschwitz, y se daba por muerta, pero de cuyo paradero nadie daba idea. Hace un año atrás, durante una conferencia en Israel, investigadores del centro Yad Vashem le indicaron que Victoria podía estar viva. A través de pistas, que fue hurgando en Facebook, Coya, logró dar con Victoria. Estaba viva. Su testimonio es altamente apasionante, capaz de emocionar al corazón más duro.

Cuando le han preguntado a Hugo Coya por el título de “Estación Final”, señala que quiso hacer un paralelo. “Casi todas las personas que fueron conducidas al fin de sus días fueron llevadas en un tren y mi idea es que la estación final no es la muerte, es la memoria. Cada página del libro es un homenaje a estos peruanos para evitar la verdadera muerte que es el olvido”. No hay duda que en sus páginas, más que relatos afincados en religiones, razas o nacionalidades, se cuentan historias de seres humanos sometidos a las condiciones más horrorosas en que puedan haber estado inmersos, quienes a pesar de todo, conservan la dignidad, el honor y, en algunos casos, el gen maravilloso de la heroicidad.

“Estación Final” es un libro ejemplar, no sólo por el tema que cuenta y por el valor de los personajes que aborda, sino también por la capacidad de su autor, Hugo Coya, para recordarnos, a través de esta extraordinaria y monumental lección de rigor investigativo y narrativo, los dos lados bien delineados, pero también a veces velados, de la memoria, el olvido y la condición humana. Aquello no es poco decir.