Fue contador de cuentos desde que comenzó a escucharlos. Fue reportero desde que se inició en la orfebrería de las palabras. Vagabundo como él solo. Estudioso como los de antes. Mejor cronista como formato completo del periodismo contemporáneo solo él.  Un mago de las palabras que en el momento menos pensado sacaba del sombrero imaginario de su diccionario ambulante el término más apropiado que explicara un mundo de ideas. Su única arma fue la palabra. Desde niño supo que la fuerza de ese elemento movía el mundo. Y vaya que él lo movió a punta de usar como se debe el alfabeto. Una palabra tuya bastará para salvarnos, es una frase que le cae bien aun siendo prestada de la Biblia a un no creyente de las verdades absolutas como él.

En muchas de las entrevistas que le hicieron sus colegas no dejó de asegurar que más que editorialista le encantaba la labor de reportero. Estar en la calle con los de la calle es quizás la experiencia más fascinante y motivadora que una persona dedicada al oficio de escribir pueda tener. Y él era un callejero de los mil demonios. Escuchar las historias de otros para luego escribirlas haciéndolas nuestras es quizás el resultado más óptimo que cualquier periodista pretenda. Muchos lo intentan. Pocos lo logran.

Es quizás el intelectual que más tiempo y dinero ha dedicado a la formación de los colegas. Hasta incentivó la formación de una fundación con sede en Cartagena de Indias, una de las ciudades que su juventud frecuentó y en cuyas bibliotecas y burdeles, sin duda, ha aprendido y vivido lo que después transformaría en novela. Ha radicado en Barranquilla y los distintos puertos que la conforman han sido testigos de sus créditos para irse de putas y las calles de esa costa han encontrado en él al caminante perfecto para las historias más alucinantes como verosímiles.

Hoy está en el otoño de su vida, cual patriarca de su creación que espera nada pero recibe todo. Según sus familiares –es decir su esposa Mercedes y sus hijos Rodrigo y Gonzalo- ha limitado al máximo sus apariciones públicas en los últimos años. Pero –periodista al fin y por ello conocedor de los desvelos tras la noticia- siempre siguió fiel  al saludo que dedica en su cumpleaños, todos los marzo, a los periodistas que suelen hacer guardia a la puerta de su casa. Tiene 87 años y, a pesar que la genética tanto del lado paterno como materno avizoraban longevidad, todo hace indicar que su salud está quebrantada no por los años vividos sino por la visita de una enfermedad inevitable.

Gabriel García Márquez nació en Aracataca, cerca de Santa Marta, allá en Colombia y durante toda su vida hizo lo que quiso y nos regaló obras extensas como escuetas con la misma maestría propia de los genios. Mandó al diablo a los gerundios y no se andaba con academicismos alejados de la realidad y del pueblo. Las flores amarillas ya no fueron iguales después que él las nombró como se debe cuando caían sobre Macondo. Los amores contrariados ya no pesaban sobre la espalda de los muertos después que narró las vivencias de Florentino Ariza y Fermina Daza. Vaya este homenaje apurado hacia él, a quien creíamos inmortal sin imaginar que la inmortalidad alcanzaron a sus obras más no a quien las escribió.