ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Estoy fascinado con esta historia. Un poco de pre historia, si prefieren. Me encuentro entusiasmado con el paralelismo inevitable entre una época y otra. Estoy imbuido de pretextos que me llevan a los primeros años del siglo pasado y los primeros del presente. No podía ser de otra forma, además, porque ante el olvido lo que queda es el flashback. En sepia o en blanco. A full color, si les gusta. Pero si somos una isla, pues seámoslo siempre con destellos de lucidez que tanta falta nos hace. Dejemos correr las teclas para que nos salgan historias como éstas:

Su elección había coincidido con el premio al gran río como maravilla natural y eso aumentó su ego que, según los curanderos del pueblo, era congénito porque su bisabuela materna poseía un egocentrismo que, se afirmaba, le nació la misma noche que los caucheros la eligieron con el nada despreciable título de “Miss La Chorrera”. Y esa misma noche conoció a quien sería sino el hombre de su vida al menos la persona que la enfrentaría a sus padres. Y que la enfrentaría a todos sus enfrentamientos.

Yo la había conocido muchos años antes de esa elección y desde el instante que me presentaron supe que había contraído la fiebre universal, la de los amores. Su pelo tenía el color de los atardeceres en Moronacocha y los amaneceres en Bellavista Nanay, con una mezcla de grises y azules y violetas que la distinguían del resto de mujeres de todas las edades. Como era aún una niña tuve que hablar con sus padres para que me autorizaran llevarla al cine y después a comer, esto ya acompañado de su hermano menor que por su edad y sus ganas de jorobar la pita lanzaba frases que no tenían nada que ver con la conversación pero que iban dirigidas tanto a ella como al pretendiente.

No sabía nada de la época del caucho porque ni en el colegio y menos en su casa se hablaba del tema. En uno por descuido de todos y en el segundo porque la mayoría de los tíos aún no superaba la catástrofe que significó el período cauchero donde se asesinó a veinticinco mil setentaitres huitotos, la mayoría de ellos jóvenes que se resistían a los maltratos de los barones que habían llegado desde Barbados e Inglaterra.

Así transcurre esta parte de la historia de nuestra historia. Tiene inicio. Pero no sé si tendrá final. Lo que sí sé es que igual me fascina, me abruma, me entretiene y, como si fuera un juego de ouija, va trasladando mis dedos por las teclas precisas aún en la imprecisión de las noches limeñas.