CRÓNICAS DE HOGAR

PERCY VILCHEZ VELA

Nada, ni los jugosos contratos, ni los premios por partido ganado, ni los aguinaldos a raudales, las bonificaciones y los tantos incentivos monetarios, consiguieron que alguna persona, nacional o extranjera,  aceptara dirigir los destinos mundialistas de la briosa selección peruana de la pelota.  El vacío laboral estalló debido a la  mala fama del pelotero de la blanca y roja que había invadido el mercado universal. Así que no hubo gallo que quisiera batir las alas y cantar en ese corral habitado por  jugadores díscolos, indisciplinados y juerguistas.

 

El episodio sin antecedentes en el mundo de la de cuero puso en aprietas a los altos directivos del balompié mundial. No podían descalificar a ese equipo cuyos hinchas aspiraban desde hacía décadas asistir a un mundial, aunque sea como invitados.  Hasta que se aceptó que esos peloteros de tres por cuatro jugaran sin entrenador. Aunque parezca mentira, esa simple variación hizo que el futbolista peruano cambiara de actitud y se volviera un emprendedor. Solo, sin nadie que le ponga horarios o tareas, libre de marca o de gritos desde el borde de la cancha, emancipado de alguien que le dirigiera desde una pizarra, ese jugador devaluado se hizo más responsable de su destino.

 

Alejado entonces de los caprichos protagónicos del entrenador, el susodicho entrenaba más  horas, no se desvelaba con maladrines, no frecuentaba féminas, no chupaba en discotecas y entregada su vida en cada partido. Tanto fue el cambio que pronto la selección perulera se volvió una escuadra de respeto. El equipo lo hacían los mismos jugadores poco antes del pitazo inicial y las estrategias aparecían  al momento como inspiraciones celestiales. Cuando un suplente decidía ingresar al campo de juego, el titular le cedía el puesto. No festejaban cuando ganaban y nunca pedían incremento de sus sueldos. Demás está decir que  esa selección huérfana arribó al anhelado mundial.