El día de la celebración del preservativo hubo estallido inusitado de todas las formas de la cumbiamba. Hubo feriado largo y tendido, hubo parrandas por doquier, hubo concursos sobre el particular y no faltaron los discursos sobre el uso o el abuso del famoso condón. La hora cumbre de ese festejo sucedió cuando las principales autoridades de la región, de las ciudades, de las aldeas se dieron al deporte de regalar sendos preservativos. Todo ciudadano, de la edad que fuera, tenía derecho a tener un condón para los fines que estimara pertinente. El abanderado de las autoridades regalonas era el alcalde de San Juan.

El señor Francisco Sanjurjo,  a pie y seguido por sus ayayeros de costumbre, entregó los condones personalmente a todo ciudadano o ciudadana que le saliera al paso. En una intensa jornada recorrió la mayor cantidad de calles de su jurisdicción. Luego se embarcó en repartir los preservativos a los moradores de Iquitos. En esas andaba cuando sucedió que le faltaron los condones. Ello fue un trauma para la citada autoridad que al verse con las manos vacías se sintió mal. Es que repartir condones se había convertido en una de sus obsesiones. No solo para evitar los embarazos indeseados, sino para que se diera rienda suelta al desenfreno de la carne.

En vano el alcalde de San Juan buscó donantes de condones para que siguiera en la campaña regalona. Consultó aquí y allá, hizo tantas llamadas, suplicó una y otra vez, ofreció el oro y el moro, pero nadie le donó ni un solo preservativo. Entonces el señor Sanjurjo se sintió en un vacío existencial. El hecho de que no pudiera seguir repartiendo condones a dos manos era demasiado para él.  Así, en la frontera de la impotencia, renunció a su cargo de alcalde y se dedicó a buscar dinero para poner una fábrica de preservativos.