Por: Gerald  Rodríguez. N

El viejo decidió salir a conocer la ciudad. Demasiado calor para su temperamento frívolo. Decidió darse un paseo por la plaza principal de la ciudad y conocer algo de ella. Cuando llegó solo vio un silencio perpetuo posando sobre aquellas bancas vacías. Decidió ocupar uno de los asientos que no estaban sucios de excrementos de palomas y leerse lo malo de las noticias de los diarios capitalinos. Un viento intruso e impertinente molestó su iniciada rebusca de algo menos pesimista y amarillo, y buscó el mejor ángulo para traicionar al viento. El silencio seguía perpetuándose cuando de pronto se le resbaló en la mente el recuerdo de su huida a la ciudad más calurosa del país. No quiso denunciarse la culpa de que toda sea por su mal y decrepito carácter para con las mujeres. Haber tenido el poder de un país pero menos de una mujer. Sus ojos epilépticos se rebuscaban en aquellas palabras grises de las noticias y no podía comprender lo que leía. Desató la vista del periódico y buscó algún elemento que le devolviese la tranquilidad de no estar solo en el mundo. Buscó con uno de sus ojos algo que sea humano y encontró a una pareja que llegaba al asiento que se encontraba a diez metros de distancia del viejo. Eso molestó al viejo e hizo un ademán de seguir con su rebuscada  lectura. Después de un instante, el viejo asaltó los bordes de la parte superior del periódico y husmeó el qué hacer de la pareja. Vio que los jóvenes se besaban apasionadamente  y eso también molestó al viejo. Volvió a su lectura fingida y se distrajo con las fotos amarrillas. A un instante después volvió a fisgonear el accionar y los dos jóvenes se seguían  con besos de ahínco y pasión. En eso, el viejo fijó atentamente su mirada en los labios de los amantes. El muchacho, impulsado por su pasión desenfrenada, empezó a comer los labios de su chica. Eso perecía gustarle a ella. Luego fue devorándole el cuello, el pecho, los hombros, y esos también parecía gustarle a la apasionada señorita. La pasión era más desbordante cuando el joven que iba besando aquellos brazos también se lo iba devorando, y por supuesto que también reflejaba una expresión viva de la libido de la señorita. El anciano iba observando todo la acción sin el más mínimo escándalo. Luego el amante bajó hacia las piernas y las pantorrillas y como sus labios iban llenándose de besos, las gotas de sangre iban desbordándose por las orillas de sus mejillas. Cuando el amante terminó de apasionarse, solo quedaba de su acompañante la ropa que llevaba puesta. El joven sacó un pañuelo de su bolsillo, se limpió la cara  y miró al viejo regalándole una sonrisa. El viejo que lo había visto todo, no había fabricado ningún sentimiento de fatalidad o de horror. El joven se dirigió hasta el viejo, lo saludó y pasó a retirarse. El viejo había respondido a su saludo. Volvió al periódico, y sonriente dijo: “estos chicos de ahora ya no son como de mis tiempos”.