Celebración de la sequia

En los entretelones de nuestro descuadrante destino no debería figurar la celebración universal del agua. Ni en pintura o broma. Es un absurdo festejar esa fecha  con gastos, discursos, golpes de pecho o cualquier otra manifestación optimista,   porque agua no tenemos. Estalle o no estalle el diluvio anunciado, reviente o no reviente brutal lluvia, venga o no venga la alta creciente, no hay agua ni para tí ni para mí en nuestros grifos secos, duchas obstruidas,  porongos sedientos, baldes con concho y tanques abandonados. El agua es vida y beber en exceso no es dañino para la salud, salvo que adentro se ponga una disimulada botella de ron.

Es posible sostener que si el agua fuera cerveza todo el mundo tendría ese servicio a raudales y sin cortes avisados o no, racionalizaciones repentinas o no y exageradas cobranzas de una empresa tan deficiente que ni ella  mismos ofrece a sus trabajadores buena agua potable para beber.  De manera que, como si hubiéramos nacido en el desierto de Atacama,   somos huérfanos del líquido elemento, desamparados de ese don de natura. Entonces, en vez de perder el tiempo en celebraciones ajenas, deberíamos pedir a instituciones humanitarias para que nos traigan agua tratada en bidones o cisternas o provean a nuestros  secos hogares de largas mangueras conectadas a algún arroyo lejano.

Está demostrado que en Marte no hay agua. En Iquitos y otras ciudades de la eterna sequía,  tampoco.  En vano hemos nacido rodeados de tantos ríos y ojos de agua, charcos y pantanos y otras  humedades.  En vano se habla o escribe de región fluvial, del río más largo y  maravilloso del mundo. En vano solamente la angosta y serpenteante quebrada de Olleta podría alimentar de agua para ti y para mí a esta ciudad y sus contornos. En vano Sedaloreto, una especie de astillero onettiano acuático, hace sus facturas con entusiasmo mercantil,  pone sus medidores como si fuera a medir algo, corta un servicio que no concede a nadie y  hasta cobra mensualmente.

La guerra del agua es una de nuestras mayores pérdidas.  De tiempo y de dinero. Esa  historia de sequía feroz comenzó con el entierro de tubos de hierro que después  no sirvieron para nada. Continúa con reservorios que no sirvieron para nada, Ni para recoger agua de lluvia. Y todavía no termina en el único grifo para una calle populosa, la compra de agua diariamente porque la empresa solo da una hora de servicio diario. En serio, deberíamos celebrar con bombos, tambores y platillos el siglo o el milenio de la sequía. Para olvidarnos del muerto lago Morona que está en la trompa de Iquitos, de la contaminación petrolera  u orera de tantos ríos.

Es posible que nuestro destino lamentable, si es que no se soluciona la sequía permanente de ayer y de hoy, sea marchar en sedienta multitud hacia la sede de la empresa fallida del agua armados de  ollas agujereadas, latas viejas, baldes sin entro, grifos arrancados, duchas destrozadas.