A ella la debo las primeras letras. Las primeras grafías que fueron en realidad garabatos. La visitábamos por lo menos una vez a la semana en su centro de labores que, muchos años después, se convertiría en su vivienda, donde pasó los últimos días de su abnegada existencia. Se había formado como enfermera y cuidaba de los demás de la misma forma en que cuidaba de su hermano. Nunca dejaba el vestido blanco y a pesar del mísero sueldo que recibía mensualmente había decidido que una parte de ello tenía que ser destinado a mi educación. Así, todas las tardes tenía que acudir donde “la tía Amelita” para repasar las tareas y no faltar a lo que hoy se llama “la pagadita”. Ella pagaba ese reforzamiento en la que yo padecía hasta el llanto para aprender la tabla de matemáticas y formar las primeras frases.

 Mi madre –que le está eternamente agradecida no solo porque pagaba mis estudios sino porque la socorría en los permanentes momentos en que la billetera paterna no alcanzaba para alimentar a los siete hijos que trajo al mundo- la recuerda con tanto cariño como agradecimiento. Carmen se llamaba y se molestaba cuando la visitábamos por la circular sin llevar la bolsa de tela porque siempre tenía algo que obsequiarnos. La mayoría de veces el pan del día anterior que todos los hermanos devorábamos con fruición.

Para mí era una santa. Antes de su muerte y cuando falleció, mucho más aún. Porque en ella se personalizaba aquello de dar de sí sin pensar en sí. Dejaba de comer para que el prójimo se alimentara. Su caminar siempre fue pausado y la última foto que tengo de ella es cuando en febrero de 1985 acudió al aeropuerto para ver al Papa “charapa”. Salió en una publicación conmemorativa e iba acompañada de una coterránea y se la nota cansada pero vivaz. Sus ojos eran la expresión de su personalidad: amable, risueña, dadivosa y siempre con frases que mi infancia ha retenido. “Pobreza no tiene porqué ser suciedad”. “Tú serás un profesional, hijito”. “Trae siempre una mercadera”. Aún me suenan en los tímpanos y la epidermis se me contrae, si es que los dermatólogos aceptan la frase, digo.

Su hermano se llamaba Pedro y todos los tíos maternos hablaban de él y con él. Pues, impedido de ver debido a la lepra que le averió la vista y otras partes de su cuerpo, había desarrollado muy bien el sentido del oído y podía faltarle cualquier cosa menos ese aparato desde –para mi asombro infantil- salían las voces de quienes muchos años después se convertirían en mis colegas. Estaba enterado de todo lo que sucedía en la ciudad y que se comentaba en los radioperiódicos y, también, los que se murmuraban en los pasillos. De esas no sabíamos cómo llegaban a sus oídos pero sí tenían verisimilitud como para ser creíbles.

Era mi tía Carmen. Grande y linda Carmen. Tierna y dócil mujer. Hoy la recuerdo porque el Museo del Holocausto en Washington me ha traído a la mente los innumerables seres que han desaparecido o siguen desapareciendo de mi existencia y a los que debo lo que soy, quise ser o, talvez, alguna vez seré.

2 COMENTARIOS

  1. Sr. Jaime lo mas lindo que uno tiene en la vida …. Es nuestra madre … La que siempre ha estado presente en todo y dado todo por nosotros ,en el cielo o en la tierra ella siempre guiara nuestros pasos! Saludos.

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