Por Miguel Donayre Pinedo

El cambio horario pasa factura. Cuando todos duermen tu andas despierto y cuando casi todos andan despiertos te carcome y araña el sueño. Es una loza que trato de levantar. En esas marchas y contramarchas te mueves. Estás y no estás en la zona gris. Es un ir y venir que te atolondra. En el avión casi no duermes. Te despiertas por cada paso o pisada. El compañero de viaje que se levanta a cada rato y rompe el sueño, el grito de un niño ante el apuro de sus padres (me recuerdan a esos viajes en barco por el Amazonas, Ucayali o Marañón). Estás a duermevela. Recuerdas momentos que has pasado y lo que se vienen para los días siguientes. El abrazo de despedida de tu padre que lo sientes más cálido y con mucha pena, las lágrimas de tu madre que recuerda y reprocha el éxodo de los hijos, la despedida con tu hermano, los recuerdos de tus amigos. Es una vorágine de imágenes. La lectura -en el avión- de un libro del recientemente fallecido Carlos Iván Degregori me hizo evocar esos años de la universidad con el telón de fondo de la violencia política. Los miedos, temores de esos tiempos envenenados. Consigo dormir unos minutos y de pronto se interrumpe, anuncian que llegamos a destino luego de casi doce horas de viaje y con el sueño roto.