[Por: Moisés Panduro Coral].

Ha concluido la COP20, evento internacional de gran trascendencia del que nuestro país ha sido anfitrión. A su término, las voces que más se han dejado escuchar son aquellas que expresan insatisfacciones respecto de los acuerdos logrados. El tema del aporte que los países desarrollados deben prever y desembolsar en favor de un vasto programa de acciones de mitigación y adaptación del cambio climático ha sido uno de los cuellos de botella en el camino a estructurar y definir metas y compromisos más concretos de cara a la próxima Cumbre Mundial del Clima a realizarse en 2015 en París.

La discusión se centró en quienes debían aportar al denominado Fondo Verde para el Clima, cuánto debería ser el monto global de ese aporte a partir del año 2020, en qué se deberían usar esos fondos y qué naciones deberían ser las beneficiarias. Está claro que los mayores aportantes de ese monto de 100,000 millones de dólares propuesto deben ser los países altamente industrializados y también los llamados BRICS cuyo desarrollo ha costado y cuesta al planeta millones de hectáreas deforestadas, trillones de litros de agua contaminados en ríos y mares, y otros trillones de toneladas de metano y dióxido de carbono que han ido a engrosar la frazada que tiene la Tierra en su frontera con el espacio exterior. Sin embargo, la tacañería de los industrializados ha hecho que al finalzar la COP20 apenas se hayan logrado compromisos por 10,200 millones de dólares, es decir, el 10% del monto global.

Tal vez dentro de unos cinco años más la cifra global pueda lograrse, pero lo grave del asunto es que los informes científicos señalan que el costo de la adaptación al cambio climático de los países menos desarrollados en términos de inversiones alcanzarán los 500,000 millones de dólares hacia el 2050, año en que la temperatura del planeta aumentará entre 1.4ºC a 3ºC según los expertos, si es que no se toman medidas urgentes y eficaces para detener el calentamiento global. Ese incremento sostenido de la temperatura en los próximos 40 años puede derretir Groenlandia como viene ocurriendo ahora con inmensos bloques de hielo en el Ártico y con los glaciales que se encuentran en el Perú, todo lo cual traerá efectos más funestos como el incremento del nivel del mar con la subsecuente desaparición de centenares de ciudades costeras,  y el ocaso o la reducción ostensible del caudal de los ríos en las vertientes occidental y oriental de los Andes que afectará en grados insospechados toda forma de vida.

Esto no es broma ni una perspectiva tremendista del cambio climático, es el resultado contundente de muchos años de investigación científica basada en simulaciones de miles de modelos climáticos diferentes. Paradójicamente, mientras resuenan todavía los ecos de la COP 20, en la región peruana de Loreto se acaba de decomisar más de 750 mil pies tablares de madera ilegalmente extraídas de la Reserva Nacional Pacaya-Samiria, que de seguro iban a blanquearse bajo la etiqueta de madera proveniente de concesiones forestales -todas ellas entregadas íntegramente durante el gobierno de Toledo con la complicidad de las autoridades regionales de esa época- que resultaron un fiasco, una tropelía contra los bosques y las poblaciones indígenas, y que vienen a ser una de las causas principales y directas de la desagradable cifra de 145,000 hectáreas deforestadas por año que exhibe nuestro país.

Por eso, ser un activista contra el cambio climático supone ser también un activista contra esos que llegan a ser gobernantes o representantes políticos aupados en los millones del narcotráfico contaminador de ríos, bosques y conciencias; blanqueados por el dinero de la tala ilegal, o comprados por el profuso billete de la minería informal. Para ser un activista contra el cambio climático, -auténtico, sin clichés, sin mermeladas y sin caretas izquierdosas y ambientalistas- debemos zanjar abiertamente con esos impostores políticos que llegan al poder con el dinero sucio de los que arrasan con el medio ambiente.