Un espacio que ha sido, en los últimos tiempos, colonizado por los hombres ha sido la cocina. La brutal fuerza de esta colonización ha hecho que las mujeres queden casi invisibles en este espacio, en algunos casos su papel es casi residual, al menos en esta parte del globo. Recuerdo que mi madre en un cuaderno, laboriosamente, anotaba sus recetas de cocina (¿Quién heredara esas recetas? Sería un gran e invalorable legado, me viene el olor y sabor de su sopa de menestrón) y recortes de periódico de una señora que publicaba sus recetas en diario de circulación nacional ¿Teresa Ocampo puede ser? Mi memoria es difusa pero creo que es ella. Amén de este paréntesis, lo que se observa en este lugar de la cocina, y en estos tiempos, mayormente, es cierto exceso de testosterona. A veces, los que tienen más prensa son los couchi, es decir, los cocineros que las cocineras. Y casi todos con un ego del tamaño de la catedral Virgen de las Nieves de Yurimaguas, que ciegan los ojos ante tanta luz falsa; una muestra son sus muros de FB, se autopublicitan de una manera enfermiza, se parecen a los torpes jugadores de fútbol. Cruel realidad. Hace unos meses leía en un diario una reseña sobre la comida peruana y lo pergeñaba un escritor perulero; hay otro, en el mismo diario y de la misma nacionalidad que no le gusta la comida peruana, le cae indigesta, en fin, cada uno tiene su paladar. Luego de leerla me daba la sensación que estábamos ante una sobre-iluminación de este espacio y me quedaba con un mal sabor de boca. Había exceso retórico y mucha zalamería. A través de una comida, el atrevido escritor, lanzaba teorías aliñadas de antropología y sociología juntas ¿Dónde estamos y a donde vamos? No puede ser posible. Estamos sobrepasando la cordura. La sensación era la de esos filósofos medioevales que discutían sobre el vuelo de una mosca. Aquí en este tema está pasando igual. Por favor, cada vela en su candelabro.