Por: Moisés Panduro Coral

 

Fue cuando la política basada en la ideología se desconfiguró que los peruanos, en su mayoría, andan en busca de outsiders para la Presidencia de la República.

Por lo general, un outsider es un candidato que se presenta como nuevo en política. Es un tipo de discurso y actitud supuestamente contrario al de  los políticos “tradicionales”, o sea, a aquellos que pertenecen a un partido, cualquiera sea, activo y participante antes del velascato reinante en los setenta.  Así, en 1990, tuvimos a dos “nuevos” peleando la segunda vuelta electoral: Vargas Llosa y Fujimori. Perdió el primero, por ser sincero, y ganó el segundo por ser mentiroso, es decir, por ocultar sus verdaderas intenciones, pues diez años después, el Perú era una miasma oceánica de corrupción, de despilfarro coimero y asistencialista de los 9,500 millones de dólares dela privatización, y con una pobreza que se mantuvo en más del 50% de peruanos.

Otra peculiaridad de los outsiders es que se computan los únicos buenos. Todos los demás son malos.  Humala fue una suerte de outsider de principios del 2000. No sólo era el “bueno” de la película, hablaba de libertades democráticas, de eficacia de políticas, se despachaba con insultos de grueso calibre contra los políticos “tradicionales”, y sufría de amnesia: olvidó olímpicamente que fue él quien desde su lujosa oficina de agregado militar en Francia del gobierno de Toledo, ordenó el “andahuaylazo” dirigido por un retardado hermano suyo, que culminó con el asesinato a mansalva de cuatro policías. Y ahora, lo padecemos, en sus últimos meses de gobernante, con una economía exhausta, corrupción en todos los frentes y cifras sociales venidas a menos que le deberían quitar el sueño de por vida.

Un outsider nunca habla de los fondos de financiamiento de su campaña. Critica la falta de transparencia de los “tradicionales”, pero basta que alguien levante un tantito la máscara que le cubre para que  encuentre empresas educativas “sin fines de lucro” que arrojan decenas de millones de rentabilidad,  gobiernos extranjeros, empresarios lobistas en búsqueda de una bancada parlamentaria que defienda sus intereses de poder, y dinero oscuro llegado de alguna agencia de inteligencia, de un emporio narco o de grandes constructoras de inacabadas obras y de muchas adendas.

Pero el principal problema con los outsiders es que son aventureros en la política. No son el resultado de una carrera formacional en la ciencia y el arte de gobierno. Son espontáneos y tienden a dar un poder sin contrapeso a su cónyugue o a sus parientes y amigos más cercanos. No tienen cuadros, van comprando jugadores que ya han vestido varias camisetas y, cuando no, alquilan tecnócratas que, una vez en el manejo de gobierno, no tienen capacidad para la intermediación social, es decir, para el imprescindible y fluido diálogo y concertación que debe darse entre el Estado y la Sociedad.

Vistas así las cosas, los outsiders representan una potencial o real  amenaza para la solidez institucional que requiere nuestro perfectible sistema democrático. Ya lo vimos con Fujimori que golpéo en 1992. Lo vimos con Toledo: tenía 48 congresistas en 2006 y en 2011 terminó con apenas 27 de ellos, y a remiendos. Lo vemos en Humala que en 2011 tenía 47 congresistas, en este momento tiene sólo 20, y con reservas, pues como han sido tomados de aquí, de allá y de acullá. en función a la que brilla, sus compañeros de camino no tienen ningún reparo en abandonar el barco y subirse a otro. La fragilidad de los outsiders es más que evidente.