Ésta es pues nuestra decisión absurda: preferimos las réplicas antes que las originales, tal vez porque ya las flores no adornan nuestras ventanas, porque las extirpamos de nuestros jardines, porque ya no podemos decir “te amo” con una simple rosa en las manos.

Pasan muchas cosas. Pasa que gran parte del periodismo que pregona ética, no es ético, tal vez ni siquiera haya llegado a entender qué realmente representa la ética como factor cardinal de la libertad de expresión, como condición primigenia que permite el ejercicio de ese derecho, como elemento central para la construcción de una sociedad valóricamente concienciada, libre, justa y culta. Y no es que falten leyes, no.

Las leyes están allí, los códigos se cuelgan en las paredes, se distribuyen en folletitos, se repiten en inútiles talleres, se estudian en las facultades, se publican en libritos, se parlotea en los medios, pero nada, la cosa va de mal en peor.

Pasa que en el devenir de la vida olvidamos la trascendencia; que la materialidad es intensamente tentadora y por eso creemos significar mucho cuan- to más complejos nos mostremos ante nuestros semejantes o cuánto más imprescindibles nos veamos a nosotros mismos en el espejito engañoso de los cuentos de hadas; más, resulta perturbador que no nos demos cuenta que con ello lo único que hacemos es levantar castillos de insignificancia a nuestra propia existencia, gorgojear el recuerdo que algún día tendrán de nuestras vidas quienes nos siguen en este camino, y corroer con el ácido de la avaricia y la estulticia  la oportunidad de oro que el Creador nos brinda para escribirnos una biografía de austeridad al tope, de búsqueda persistente de la verdad, de apremio por la jus- ticia y la equidad. Pasa que preferimos las flores de plástico a las flores vivientes.

Buscamos las que tienen sus polímeros pintados de varios colo- res de carbón y no nos importa simirando bien encontramos que no son más que los residuos del petróleo abisal que ha venido a la superficie terrestre a dominar y a contaminar el mundo. Son inertes, sin vida, són sólo plástico, pero las preferimos antes que a las que bullen de vida en cada una de sus células, a las que producen el polen dinamizador de la vida, a las que encienden nuestra pasión con sus pigmentos de antocianina y su metabolismo fragancioso.

Pasa que a la viveza la llamamos habilidad; que el vivazo político o es mercader político o vive del mercader que le financia y también de las arengas de sus promotores de campaña con sus pobres voces enronquecidas; que el mercader aumenta su fortuna con pavimentos descartables, con edificios desechables, con sobrevaloraciones despreciables; que esta “modernidad” ha ennegrecido de torpeza y deshonestidad el manejo de los dineros públicos, que eso que en la época de Corleone se llamaba mafia hoy se hace llamar política sin ruborizarse. Pasa que las cosas pasan; que hoy, parafraseando la antológica canción de Charles Aznavour po- demos decir que “el ansia de vivir nos hizo resistir y no desfallecer”. Como antes, como siempre.