Por: Moisés Panduro Coral

De vez en cuando, sobre todo en momentos electorales, se escucha con insistencia el término “renovación”para referirse a la participación de los más jóvenes en política y en las decisiones de gobierno. En el afán de redondear el discurso de la “renovación” así concebida se recurre a una famosa frase de don Manuel González Prada, maestro de la brillante generación peruana de principios del siglo pasado: “los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra”. Aún en el aprismo que se reclama heredero del pensamiento gonzalezpradista, algunos dan a esta frase una interpretación literal.

Soy de los que propugnan el empoderamiento de la juventud para conducir los destinos de las instituciones en nuestro país, hago mía las banderas de los jóvenes que se arman de ideales, he dedicado y sigo dedicando buena parte de mis energías a la formación de jóvenes que asuman liderazgos en todos los campos; sin embargo, no creo que la renovación sea únicamente un asunto de calendarios o de exhibición de partidas de nacimiento, de rostros sin arrugas o de cabellos sin canas. Estamos equivocados si creemos que ésa es la renovación.

Haya de la Torre, el extraordinario líder que formó y promocionó varias generaciones de políticos a lo largo de su trayectoria, en un bello discurso de julio de 1967, al dirigirse a la juventud dice contundente y expresamente que “no es sólo la edad lo que da el derecho”. Refrendando su frase, cita un verso de Shakespeare que dice: “juventud, tu eres luz, belleza, calor; ancianidad, tú eres como el invierno, sombra y frío”, e inmediatamente con la glosa de un poeta a dichos versos advierte: “¡cuidado!, que hay primaveras lluviosas y gélidas, y hay inviernos propicios con sol que calientan y robustecen como el estío”.

Entendiéndole mejor: así como las primaveras son primaveras no sólo por la la lozanía de las flores, los jóvenes no son jóvenes sólo por el almanaque nuevo que los respalda o por celebrar menos efemérides, sino por el espíritu que los anima, por el sentido que le dan a su existencia, por los valores que enarbolen. De nada nos sirve una juventud que presume de serla si está contaminada de corruptelas, si está infectada de las mañas y las cucañas de los resabios que disfrazados de políticos hurtan las arcas públicas, si todo les delata como la punta de lanza o la cabecera de playa de innobles manilargos.

Yo conocí y aprendí de viejos apristas de espíritu joven, honestos, leales, puros y sinceros. Apristas que jamás acudirían a un mafioso para que intervenga en nuestros asuntos internos ofreciéndole en canje posteriores alianzas, soportes o candidaturas; apristas dignos que asumieron con profesionalismo y responsabilidad las funciones encomendadas en la gestión pública, pero que nunca ofertarían la cabeza en bandeja de un compañero o un sucio trabajo de zapa contra su Partido a cambio de un puestito en gobiernos de turno; apristas respetados, de plenos o de menguados bolsillos, incapaces de promover, verbigracia, el acarreo de gente con plata de origen desconocido en una elección interna, que vivían en olor a decencia, que transpiraban integridad y honor en todas las circunstancias de su vida.

Siendo la juventud, una estación de la vida en la que la práctica de valores adquiere carácter de fortaleza personal, la forma de ganarlos para la causa es con el ejemplo. Dudo mucho que ganemos algo, si esos viejos vicios que degeneran la política a nivel de letrina se replican en nuestros jóvenes. Parafraseando a Silvio Rodríguez, puedo afirmar y rubricar que joven es aquel -cualquiera sea su edad- que no es servidor de podredumbres en copa nueva, ni eternizador de dioses del ocaso, que rechaza ser multiplicador de extravíos éticos o cómplice en primer grado de una sociedad fragilizada, arcaica y licenciosa.