Por: Moisés Panduro Coral

Su fama es legendaria. Su voz ronca y firme llevó la protesta y la propuesta de los trabajadores manuales e intelectuales al Parlamento y al gobierno. Su trayectoria de hombre libre y justo fue pletórica en el combate contra la injusticia, por la democracia, por los derechos civiles, políticos y sociales del pueblo peruano.

Los jóvenes de dieciocho años y los analfabetos tienen derecho al voto porque en nuestra Patria han existido hombres como él que armados de principios y valores supieron llevar en alto el ideario de pan con libertad, lo materializaron en hechos relevantes que cambiaron la estructura de una sociedad que emergía al siglo XXI, y lo afirmaron con una línea de vida honesta, trascedente y ejemplar, sin caer jamás en insignificancias ni estulticias infraternas.

El Perú profundo elige a sus autoridades en municipios y regiones porque para los próceres de la democracia social de las que él fue uno de ellos, la descentralización y la regionalización no fueron sólo un aspecto o ítem en un programa, un discurso en una plaza o un documento elaborado de carátula costosa, sino una acción concreta expresada en la representación y el empoderamiento popular en los gobiernos subnacionales, en sus autonomías, en sus decisiones, en su marcha hacia la dignidad y la equidad territorial.

La economía de las últimas décadas ha ido adquiriendo un rostro humano mejor delineado porque idealistas como él supieron arrancarle al capital, a veces a tajo limpio, ese carácter salvaje y avaricioso de la explotación del hombre por el hombre, y han desenmascarado categóricamente esa impostura ideológica de la explotación del hombre por el Estado que dominó durante décadas la intelectualidad de nuestras naciones. Si bien es cierto, no podíamos negar la validez de las fuerzas del mercado, tampoco podíamos renunciar a la síntesis dialéctica y al relativismo de las cosas.

El pensamiento doctrinario se trocó en un cuerpo más vivo, más prudente, evolutivamente superior, tal vez cambiante de hojas, pero fiel a sus raíces, porque hubieron maestros como él que predicaron un mejor entendimiento de la teoría y la praxis, y demarcaron unas coordenadas de  encuentro en las que sin variar nuestros objetivos revolucionarios, podíamos adaptarnos a las nuevas circunstancias globales, a una humanidad digitalizada, a una interdependencia cada vez más consistente, una hermandad de los del sur continentalmente vigorosa.

La historia de nuestros pueblos es viva, dinámica, intensa, heroíca, de acciones épicas no recogidas en los textos oficiales, pero que subyacen en la memoria colectiva, porque han habido personajes como él que a la acción política le han puesto coraje, temple, alma guerrera, y, sobre todo, ese ingrediente especial sin la cual ninguna bandera se tiñe de color, ningún ideal germina y crece, y ningún hombre puede decir que ha vivido la vida, que es la pasión. Sin pasión, qué somos; sin pasión, hacia donde vamos; sin pasión, para qué somos.

Y la política, la del servicio al pueblo, la de la ciencia y el arte de gobierno, tiene en él a uno de sus íconos. La política forjada en el crisol de la adversidad, de la persecución, del destierro, de las prisiones, de los exilios y asesinatos, de las privaciones y del sacrificio a una vida cómoda, formó auténticas personalidades revolucionarias en las que los individualismos se conjugaron en un solo puño solidario, libertario, fraterno. Debemos curvar el tiempo y regresar a ella. Con el recuerdo imperecedero de Armando Villanueva del Campo en sus cien años.