Por: Moisés Panduro Coral

Le sueño muchas veces, y las veces que le he soñado me ha ido bien. A veces le veo entonando con su guitarra unas canciones que tarareo con él, pero al día siguiente cuando me despierto me es difícil recordar sus letras y melodías. Hay una que logré grabármela y la he convertido en un escrito (poema le calificarán mis generosos amigos) que le dice a alguien cosas del cielo, cosas bellas, como bellas son la coloración roja bermellón y la voluptuosidad y exuberancia de las flores de acacia que adornan la plaza de armas de un pueblo querido por nosotros. Creo que él quiso que conozca esa canción que probablemente haya estado guardada en el fondo de su alma durante su tiempo terrenal, ahora la tengo y me reconforta cantarla en esos momentos complicados que no faltan.

También le veo hurgando el vino en el refrigerador; él voltea la mirada, descubre que le estoy mirando, me sonríe, me hace un hola con su mano y se marcha algo apurado, queriéndome decir, tal vez, que se lleva el vino porque en el lugar donde se encuentra no hay provisiones de esta bebida milenaria de la humanidad. Entonces, me veo a mi mismo, con varias botellas de vino sobre una mesa, una de ellas abierta y dos copas listas, parado en la puerta de mi casa, esperando que él venga a recogerlas y a brindar conmigo. Nunca hemos tomado un vino juntos, era una cuestión de respeto de un hijo hacia su padre, pero el día que yo abría una botella, tomaba una copa sin que él me viera y la dejaba en el refrigerador, y luego, sin que yo le viera, él tomaba una copa, y así íbamos alternadamente hasta que yo encontraba la botella vacía. No hemos sido, ni somos santos, ni él ni yo. Hemos asumido, sí, la vida con pasión, responsables de lo que hacemos, sin perder la reverencia al Creador.

Una madrugada de fin de semana, yo volaba con la fiebre. No podía dormir, era imposible: fiebre, más insomnio, más dolor, una combinación torturante. En medio de la penumbra originada en mi habitación por la luz del alumbrado público entrando por la ventana del segundo piso, podía ver una imagen de él -joven, barbudo, camisa remangada, de expresión serena y a punto de sonreír- dentro de un cuadro que hace unos años mandé a confeccionar y colocar frente a mi cama para tener siempre su mirada. Al lado de su imagen, en el mismo cuadro, un hermoso poema de Mario Benedetti: “No te rindas”.

Contemplando el cuadro, recordé aquella noche de mi infancia en que a la luz de un lamparín, se sentó a mi lado para cuidarme, mientras mi madre atendía a mis hermanos menores. Uno de ellos recibía su baño para ir a dormir, el más pequeño lloraba exigiendo su leche materna; en la huerta, en algún árbol, un búho ululaba, a lo lejos se oían truenos anunciando una próxima lluvia. Aquella vez estaba yo muy afiebrado, y mi padre, después de darme mi pastilla de mejoral con té caliente y cubrirme con una manta hasta el cuello, me iba aplicando paños fríos en la frente, varias veces hasta que me quedé dormido. Dormí toda la noche y al día siguiente fui nuevamente un niño jugando alegremente por la casa.

Esa madrugada lo vi una vez más. Abrió la puerta y se dirigió hacia donde yo estaba. Al mirarse en la gigantografía del cuadro, sonrió, y se sentó al borde de mi cama. Acarició mi frente, como llevando mi pelo hacia atrás, hacia mis sienes, varias veces, hasta que me desperté. Había dormido profundamente y su presencia en mi sueño me llevó a la conclusión de que los mejores recuerdos que tenemos pueden ser determinantes para sanar el cuerpo de sus toxinas y para liberar el alma de sus angustias. Hasta tuve ganas de tomarme un vino, igual que ahora en que escribo esto, próximo a celebrarse el día del padre, mi día, su día.