Caminamos por las estrechas escaleras hasta llegar al primer piso, e inmediatamente puedo oler las paredes viejas y la madera.  Hay personas por todas partes en la primera habitación la que no es el escondite de Ana y su familia, sino parte de la casa en el que estos se encontraban.

Primero  fuimos a la oficina de Otto, el padre de Ana, donde nuestros audífonos (que sirven como guía), se activan inmediatamente, y la voz del narrador hace que las voces de los otros turistas desaparezcan. El guía virtual me explica acerca de cómo el padre de Ana decidió mudarse a Ámsterdam, cuando la situación en Alemania empeoró para los judíos. Una vez ahí, sin embargo, la familia Frank fue víctima de discriminación, misma que no hacía más que aumentar y cuando la hermana de Ana, Margot, recibió una carta ordenándole que fuera a un campo de concentración, Otto decidió que era momento de ocultarse por completo. Diciéndoles a sus amigos que se mudarían de país, los Frank se ocultaron en el edifico en el que Otto solía trabajar.

 Esta parte de la historia me dejó un poco pensativa, porque no sé si yo hubiera podido abandonar todo, incluso a mis amigos, sabiendo que tal vez no los volvería a ver. Me pregunto si Ana se sintió mal al hacerlo, y si sus amigos alguna vez leyeron su diario después de que murió.

 La oficina de Otto estaba llena de fotos y periódicos de la época, algunos de los aliados y otros de los Nazis. Fue interesante ver cómo los nazis excusaban lo que hacían, y se hacían ver como los buenos. Me gustaría verlos atender una clase de historia en estos tiempos, para que vean cómo son realmente recordados.

Al terminar la narración, el guía virtual me indicó que fuera a la entrada del escondite, que estaba detrás de un librero, porque resulta que yo tenía razón al decir que los libros siempre tienen secretos ocultos. Las escaleras detrás de dicho librero eran angostas y rechinaban al ser pisadas, pero lo más sorprendente fue descubrir que no solo eran las escaleras, sino todo el anexo. Los cuartos, los pasillos, todo, TODO era minúsculo. Una familia de cuatro hubiera estado bien si trabajaban bien con el espacio limitado, pero no puedo imaginarme a ocho personas viviendo ahí, todos juntos. El guía virtual explicó que Ana compartía un cuarto con el señor Pfeffer, que al principio le agradaba mucho, pero con el tiempo llegó a hartarle y pienso que todos podemos entender por qué ¿quién no ha estado atascado en una habitación con alguien que detesta alguna vez en su vida? La diferencia es que Ana tuvo que compartir su cuarto con el tal Pfeffer por años, y la admiro mucho por no haber perdido la paciencia y no haberle tirarle su diario en la cara.

 Aunque antes había estado calmada, el cuarto de Ana me deprimió, porque pude ver lo humana que era la niña. Cuando oímos de ella y las otras personas que perecieron en la segunda guerra mundial, nos sentimos mal por ellos, pero muchos los vemos como personajes de una historia tan lejana que no parece real. A veces hasta olvidamos que aquello ocurrió de verdad. El cuarto de Ana, no obstante, me devolvió a la realidad, y pude ver que ella no era diferente en lo absoluto a mí y a mis amigas. Sus paredes estaban llenas de fotos de sus celebridades favoritas, y sonreí al darme cuenta de que Ana parecía tener las mismas prioridades que yo, porque lo que había empacado para ir al anexo consistía en más objetos de su infancia y libros que ropa. Al darme cuenta de lo real que era Ana, sentí una tristeza gigantesca, porque su sufrimiento y terror se volvió más real en mi mente también.