Muchas personas sobre las que he leído me han impactado durante mi vida, algunas conocidas, otras desconocidas, algunas vivas, otras ya fallecidas, algunas reales, otras (la mayoría, en realidad) ficticias. Nadie, sin embargo, me ha impactado tanto como Ana Frank.

Por eso, me emocioné cuando hace unos días tuve la oportunidad de viajar a Ámsterdam. Pude ir al museo de Ana Frank y ver la casa donde ella se escondió durante dos años por miedo a los Nazis. Creí que sería un museo común y corriente, mitad aburrido y mitad interesante, pero no lo fue, de verdad que no lo fue.

 Al llegar, tras recibir una cajita parecida a un walky-talky y un par de audífonos, empecé a caminar con un grupo de visitantes por lo que antes era la oficina de Otto Frank, el padre de Ana, y no solo me enteré de su situación en la guerra, sino la de todos los judíos en Europa.

El hecho de que el museo entero no fuera completamente centrado en Ana me gustó, porque aunque admiro muchísimo a esa niña, es importante recordar que habían otras (muchísimas, de hecho) víctimas en el holocausto.

Recuerdo, por ejemplo, la vez que casi ahorco a un compañero de clase cuando, tras aplaudirle a una sobreviviente de Aushwitz que venía a dar un discurso sobre la guerra en nuestro colegio, me preguntó en voz baja si ella era Ana Frank.

También tenemos una costumbre de pensar solo en los judíos cuando pensamos en la segunda guerra mundial, pero gracias a periódicos, grabaciones de programas de radios y programas televisivos de la época, uno puede enterarse sobre los horrores que vivieron no solo los judíos, sino todas las personas que Hitler oprimió de terribles maneras.

 Algo interesante también fue comparar los periódicos y propagandas antes y después de la guerra. Siempre he pensado que el mundo entero aprende de sus errores, por más gigantescos que sean, y me alegró ver lo mucho que cambió la mentalidad de las personas después de todas las matanzas, pero también espero que no tengamos que esperar a que miles y miles de gente inocente muera para tomar conciencia.

 Ana, para mi sorpresa, también cambió con la guerra. La Ana que yo conocía era la que escribió el diario que leí, nada más. Básicamente, yo solo conocía el perfil de la niña un par de días antes de esconderse en el anexo y durante los siguientes dos años. Gracias al museo, sin embargo, me di cuenta de que Ana había sido mucho más que eso.