Y hoy, a la distancia de los casi veinte años que se fue de esta tierra, creo que la pasión que ponía al trabajo, al café, al deporte, al cigarro, es decir a todo en su vida, es la más linda herencia que me ha dado. Vivía con pasión. Así era mi padre. Y si algo pudiera reclamar como herencia benévola diría que sea eso: pasión para hacer las cosas.

Era enero. 1999. La mitad de mes. Entre los primeros quince días y los últimos. Lo sé porque es el día que una de mis hermanas celebra el matrimonio civil que contrajo hace más de una década. Esa tarde, ya casi entrada la noche, fue la última vez que oí una frase coherente a mi padre, Carlos Toribio: “Otra vez nos ganaron los chilenos”. Perú acababa de perder un partido de fútbol contra Chile.

Él amaba el fútbol. Era hincha de Universitario, como la mayoría de sus hermanos. También era hincha acérrimo de Colegio Nacional de Iquitos, como la mayoría de su familia, a tal punto que despotricaba con los términos más groseros pero en broma de quienes aplaudían a otros equipos. Para él era inconcebible ser de Iquitos y no ser hincha del equipo albo. Como era inconcebible ser varón y dejar de jugar o apreciar el fútbol. Tanto así que hasta a las mujeres las incentivaba a ver y aplaudir a quienes practicaban ese deporte.

Por ese amor al fútbol puso alma, corazón y vida en la creación de un equipito de fulbito llamado “Seis diablos”, que brilló tanto en los torneos organizados por el Círculo de Periodistas Deportivos – Filial Iquitos. Por esos años en los que sus dos menores hijos jugaban se preocupaba que tomaran sus alimentos a sus horas, que no se desvelaran y que descansaran adecuadamente para estar aptos y ganar en la noche, como siempre sucedía.

Era el delegado del equipo y con carnet en mano discutía sobre asuntos que en ese tiempo yo no comprendía. Mi hermano jugaba de arquero y desde la mesa de control estaba pendiente que el rival no metiera goles. Porque también estaba atento a que el otro de sus hijos metiera los goles en el arco rival. Yo jugaba, pero siempre miraba su mirada, buscaba su rostro. No sé si para comprobar que estaba atento a las jugadas o porque ello me daba la seguridad necesaria en el campo.

No me cabe la menor duda que hubiera gritado y saltado como nadie ante el triunfo de Perú ante Brasil. Y hubiera sustentando con toda la sensatez del universo que lo de Raúl Ruidíaz fue muslo. Porque, entre otras cosas, vivía el fútbol con pasión y ese deporte no se entiende, decía escuetamente con sus palabras, si no se agrega una dosis de terquedad y enajenación. Y hoy, a la distancia de los casi veinte años que se fue de esta tierra, creo que la pasión que ponía al trabajo, al café, al deporte, al cigarro, es decir a todo en su vida, es la más linda herencia que me ha dado. Vivía con pasión. Así era mi padre. Y si algo pudiera reclamar como herencia benévola diría que sea eso: pasión para hacer las cosas.