En cualquier parte de la tierra ningún Congreso se vincula con emisión de ardientes llamas, asfixia ante denso humo, quemaduras de cualquier grado, ardorosas fogatas humanas, labor de apresurados bomberos. Pero ante la majestad legislativa del Parlamento alemán acaba de ocurrir un hecho incendiario. Una mujer de 58 años roció su cuerpo con una sustancia inflamable y se prendió fuego ante el célebre Parlamento ario. Afortunadamente, un guardia providencial intervino y la fémina no acabó convertida en cenizas de las edades. La razón de su provocado fuego era protestar contra la  situación política de la lejana Lituania.

La repentina incendiaria ante un lugar habituado a la moción, el debate, la votación y las leyes, puede ser vista de varias maneras. Nosotros elegimos la vinculación con el lejano Perú de metal y parlamentaría. En efecto, uno de los males de nuestra republiqueta es la congresía o el congresismo, vicio u obsesión por alcanzar un escaño o sentarse en una curul. El que menos supone que ser congresal es la coronación definitiva de su existencia. Y para llegar a ese destino puede hacer cualquier cosa, menos prepararse para responder a los desafíos legislativos. Es por ello que tantos congresistas andan perdidos y tantas veces aparecen en descansados sueños en sus curules, en reposadas  entregas a los brazos de Morfeo.  O hacen peores cosas. Pero eso es otro tema.

El peruano de antes y de ahora, pese a su cierta inclinación por la melancolía de los huaynos llorones, los pasillos quejumbrosos, las cumbias cantineras y sus amores perros, sus derrotas peloteras, no tiene una vocación de bonzo público. A lo sumo, para protestar, prefiere otras medidas menos ardorosas. No sabemos de nadie ardiendo ante la majestad del Congreso nuestro. El peruano prefiere arder de ira ante la inoperancia clamorosa del Parlamento, donde se dan cita el procerismo, el caudillismo o el simple egocentrismo.